Agradezco cordialmente a la directiva del Partido Demócrata Cristiano, y a su presidente, senador Andrés Zaldívar, la invitación que se me extendiera para ocupar esta tribuna y expresar a los participantes en el 4° Congreso Ideológico del PDC algunas ideas acerca de la cultura.
Añado a esta palabra de agradecimiento una de felicitación. Creo que el espacio abierto en este Congreso bajo el título de “El Partido Demócrata Cristiano escucha a Chile», significa una iniciativa de vanguardia en el contexto político nacional con la cual este Partido se adelanta en el tiempo a una situación nueva que ya se avizora. Dice ella relación con el agotamiento de las grandes cosmovisiones ideológicas de nuestro siglo que condicionaron medularmente el actuar político en las pasadas décadas y cuya expresión más cabal la encontramos en aquello que se ha dado en llamar la cultura de los años sesenta.
El PDC, partido de raigambre cristiana y de motivaciones que arrancan más bien de lo moral y hasta de lo religioso, no fue entre tanto ajeno a dicho fenómeno. Hoy la desideologización que comienza a prevalecer en el panorama cultural le brinda sin embargo una oportunidad para que las aguas vuelvan a su cauce, situación a la cual puede contribuir de manera importante una iniciativa como la que da ocasión a este encuentro. Tal retorno al cauce significa que en lugar de las grandes abstracciones racionalistas -liberal, marxista o de otros apellidos- con que se quiso condicionar en general la conducta política, ésta recobre su punto de partida natural y genuino. Esto es, que ella vuelva a ser cimentada en una determinada visión del hombre o de la persona humana, como matriz a su vez de una visión de la sociedad y del actuar político.
Nada más propio por lo demás que este enfoque para un partido, que como acabo de recordar, tiene su motivación inicial en una inquietud de índole moral.
Pienso asimismo que por este camino el Partido Demócrata Cristiano podrá encontrar muchos amigos allí donde ayer, a causa de la hiperinflación ideológica, encontró enemigos. Y viceversa, centrando su atención inicial en una determinada visión de la persona humana, podrá medir con objetividad la distancia que realmente le separa de muchos, a quienes, a causa de una atmósfera sobrecargada de ideología, tuvo también ayer como amigos y compañeros de ruta.
Queda implícitamente dicho con esto que el sentido que doy a la cultura en mis palabras no es el de sus especificaciones más comunes, así la literatura, la pintura, la música, o aquellas por ejemplo que comprende el vasto campo de las ciencias. Es todo eso y algo más.
Me refiero aquí, en efecto, a la cultura como estilo de vida común que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan… las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social. En resumen, a la cultura entendida como vida y como conciencia de un pueblo (Juan Pablo II al Mundo de la Cultura, en Santiago abril 1987).
Debo decir en seguida que es precisamente en esta perspectiva que entiendo mi relación —positiva y a la vez crítica— con el ideario de la democracia cristiana. Ello por su parte se vincula a mi amistad con un gran maestro del pensamiento político contemporáneo que militó en las filas demócrata cristianas y que representó en el Senado de su país al partido que, con el mismo nombre y básicamente con igual cuadro de principios, existe en Italia. Hablo de Augusto del Noce, fallecido hace un año y medio atrás, despedido al momento de su muerte con los mayores elogios por parte del mundo político que acompañó sus ideas, por el ámbito académico italiano y por el mismo Papa Juan Pablo II quien le conoció y estimó hondamente.
Gran conocedor de la filosofía de Antonio Gramsci, observó Del Noce como nadie la silenciosa trabazón que se establecía entre esta sutil e inteligente concepción neomarxista y las expresiones culturales y políticas del liberalismo contemporáneo, anotando cómo en ambas se daba una estrecha comunión en cuanto expresiones radicales del Iluminismo racionalista. Frente a su acción concertada, que consideraba un desafío crucial, a Del Noce le preocupó siempre cuál sería la respuesta de su partido, la democracia cristiana.
En el curso de una entrevista que publiqué en El Mercurio me señaló en cierta
oportunidad:
«¿Cuál es el aspecto singular, totalmente nuevo, totalmente desconcertante, de este período histórico?» Y respondiéndose a sí mismo luego agregó: «El partido de la DC ha estado durante 30 años en el gobierno de la nación italiana; es decir, durante un período excepcionalmente largo ha estado en el gobierno el partido que tiene su origen en el designio ideal de León XIII de reconquista cultural católica y política del mundo, cosa que, de no hacerse, traería consigo el suicidio civil, el ocaso de Occidente. Ahora bien —añadió—: en este período, con un ritmo cada vez más acentuado, ha sucedido también la mayor persecución cultural que el cristianismo haya jamás sufrido en Italia. Quiero decir, ha tenido lugar la mayor obra de descristianización. Y todo ha ocurrido como si obedeciese a un plan preestablecido: el de humillar de tal modo al laicado católico que fuese inducido —en nombre de la democracia— a convertirse en custodio de esa obra de descristianización, en instrumento apto para asegurarle su máxima legalidad, de modo que esa obra pudiera realizarse. (Es claro que Del Noce piensa aquí en múltiples consecuencias de este fenómeno, entre ellas en el divorcio y el aborto aprobado por la legislatura ordinaria y ratificado en referendum por la mayoría de la población electoral).
Se trata —continua Del Noce— de una obra llevada a cabo desde abajo, que se insinúa a través de valoraciones que pueden ser oídas por la gente común sin sospechar nada, porque son propuestas independientemente de las primeras premisas en las que se fundan. No es el caso de hablar de operaciones secretas. Hay que reconocer que los adversarios del cristianismo han jugado con cartas descubiertas; han revelado su plan de secularización total de Italia y el plan para llevar eso a cabo, y esto desde los primerísimos años de la postguerra. Con una precisión milimétrica han hecho pública esa tesis: tanto los marxistas como los liberales. Digamos que la culpa es de nosotros, los cristianos, por no haber escuchado con la debida atención sus palabras».
En presencia de S.E. el Presidente de la República, señor Patricio Aylwin, distinguido miembro de este partido desde los tiempos de su fundación, y en ocasión sin duda significativa para quienes suscriben el ideario del PDC como fue el Primer Congreso Latinoamericano de Doctrina Social de la Iglesia celebrado en Santiago días atrás, su máxima autoridad, el Cardenal Roger Etchegaray, precisaba que ya en la Rerum Novarum de León XIII—tan ligada, recuerdo yo, a los propios fundamentos del proyecto democratacristiano— se encuentra la llave de lectura de toda la cuestión social. No es ella política, ni económica, ni de raigambre sociológica. Es en cambio antropológica y cultural, y dice relación directa a la percepción que se tenga de la persona humana y de su destino. Dicha llave es, en efecto, afirmó el Cardenal Etchegaray, la laicización de la sociedad o la privatización de la religión, mal del siglo que comparten tanto el liberalismo como el socialismo.
Refiriéndose a la crisis moral que permea nuestro tiempo y cuyas consecuencias se empiezan a dejar sentir fuertemente también en Chile, el Arzobispo de Santiago, Cardenal Carlos Oviedo apuntaba también hace algunas semanas hacia causas parecidas: El secularismo, encarnado en variadas expresiones ideológicas de nuestro tiempo —de sesgo liberal o socialista— y que postula que la moral corresponde a un problema privado de las conciencias individuales, negando asimismo la posibilidad de una norma objetiva e imperativa para la economía, la política o la cultura, capaz en definitiva de configurar con su dinamismo creador la historia y las instituciones.
Retomando a Del Noce, hay que decir —por contraste con Italia— que es verdad que el Partido Demócrata Cristiano chileno no ha permanecido en el gobierno de nuestro país por todo el espacio de tiempo que configuran los 30 últimos años. Pero, mientras tanto, sí es cierto que ha desempeñado el gobierno en parte de estas tres últimas décadas, y que en cualquier caso ha sido, todo a lo largo de este período, la fuerza política organizada más gravitante.
Ello por cierto da lugar a muchos títulos de honor para el PDC chileno. Pero no sólo a eso. Paralelamente abre campo a que, mirando hacia horizonte del bien común, también se le puedan amistosamente traducir y proponer a ustedes las mismas preguntas que Del Noce formula a su PDC italiano en un escenario que, en cuanto a su evolución cultural, no es distinto del nuestro.
¿En qué medida, en efecto, ha sido el Partido Demócrata Cristiano chileno un dique o un vehículo de ese proceso secularizador que constituye el eje de la cuestión social contemporánea?
No es el propósito del encuentro nuestro trabar una discusión a este respecto ni pretender dar respuesta aquí y ahora a esta índole de preguntas. Podrán ellas tal vez sugerir algunas reflexiones al cabo de este congreso, y ojalá así sea. Quedan sobre todo planteadas como una interrogante ineludible a quienes, ocupando un lugar relevante, profesan una visión cristiana de la política y sitúan su campo de acción en el contexto cultural de la llamada modernidad.
Todavía sobre esa visión cristiana de la política permítanme algunos breves alcances antes de concluir.
Es indispensable que ella, para ser propiamente tal y para que afiance su identidad, se distinga claramente del simple clericalismo. Especie de contrafigura, resulta ser más bien un vulgar recurso de poder, que opera asimismo como una tentación fácil en el camino de quien sustenta una visión cristiana de la política. En la realidad de los hechos el clericalismo caricaturiza y distorsiona a esta visión, y a menudo la arrastra incluso por las vías complejas y tortuosas de las ensoñaciones utópicas y de las apetencias mundanas, en sí mismas también secularizantes, que sufre el propio clero. No es pues el clericalismo un antídoto; al contrario, puede ser un veneno.
Otro problema importante lo constituye la objetividad de la verdad. Disuelta la certidumbre en la verdad, la democracia pierde entonces su piso firme. La situación en esta perspectiva resulta preocupante. Desde la óptica de la misma filosofía, tan comprometida por definición con la búsqueda de la verdad, se escuchan también voces de alarma. «Me sorprende e inquieta que cuando se habla de filósofos o de sus obras, rarísima vez aparece la palabra verdad. Parece que es indiferente que eso que se llama filosofía sea verdad o no», afirmaba hace poco el discípulo de Ortega y Gasset, Julián Marías. Basada en el positivismo y en el empirismo, se da también la idea de que los valores existen, pero sólo como medida del consenso. Serían producto del acuerdo de la comunidad en el sentido de que algunas cosas son buenas y otras son malas. El consenso crearía los valores. Por supuesto, esto implica un total relativismo, ya que en un momento la gente puede estar de acuerdo en que los judíos o el feto en el vientre materno no son persona y que puede quitárseles la vida, y en otro reaccionar de modo inverso. Con dicha teoría no existe un fundamento basado en la naturaleza de las cosas y, además, todo va cambiando en cada época histórica. En nuestro espectro político no faltan quienes dan sustento incluso público a esta posición.
Conviene en este sentido tener presente, según señala Juan Pablo II en la Encíclica «Centesimus Annus» (46), que «hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondiente a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos». Destacando que la verdad cristiana, por no ser ideológica y no encuadrar en un esquema rígido la cambiante realidad sociopolítica, utiliza como método propio el respeto de la libertad, el Papa precisa en ese mismo importantísimo y reciente documento, que «si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder». Y concluye luego: «En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos».
Es en este sentido que la acción política encuentra su fundamento en la cultura. También en una sociedad pluralista el bien común -fin de toda gestión pública- consiste no sólo en el bienestar material generalizado de la población, sino que debe tender a la «vida buena» de todos los ciudadanos, a la vida éticamente recta, donde cada cosa tenga su verdadero nombre, y donde no prevalezcan las neutralidades frente a lo que objetivamente es un mal.
Quienes no pertenecemos al Partido Demócrata Cristiano, quienes podemos haber discrepado de muchas de sus políticas coyunturales, pero que al fin y al cabo miramos con simpatía sus fundamentos culturales, creemos que para el bien de Chile, es posible, en la dirección señalada, pedirle todavía mucho más.
* palabras dirigidas por el autor al Cuarto Congreso Ideológico del PDC, durante el panel de cultura desarrollado en el espacio “El partido Demócrata Cristiano escucha a Chile”
Este apéndice forma parte del libro:
