Ha concluido ya 1995, el «año de la mujer» de acuerdo a lo declarado por las Naciones Unidas, y ha quedado atrás el resonado encuentro internacional en Beiging. Gran cantidad de discursos y documentos circularon por causa de ello a través del mundo.
Nuestro encuentro en Roma con el filósofo polaco Stanislav Grygiel —cuya carta de presentación hemos ya recordado en otra entrevista desarrollada en este mismo libro (ver primera parte) — y el hecho de haber él publicado recientemente una nueva e interesante obra dedicada a la mujer -«Dolce guida e cara», Saggi antropologici sul femminile (Ed. Ares) — convida a abordar en esta nueva conversación el tema de la mujer desde la perspectiva de la femineidad.
— Cuando se habla del año de la mujer, se dicen en nombre de ella muchas cosas a lo mejor ajenas a su esencia femenina. ¿Qué se olvida en todas estas palabras y discursos?
— A mi modo de ver, el año dedicado a la mujer podría haber hecho presente a la sociedad de nuestro tiempo un aspecto que ésta tiene muy olvidado.
En nuestras conversaciones anteriores, recordará usted, hablamos del homo faber, del trabajo. Este año debería recordarnos que en la verdad más profunda de su ser el hombre no es un homo faber y al reducirse a esa condición cae en la soberbia, en un tremendo orgullo.
—¿Por qué así? ¿Qué relación guarda esto con la genuina femineidad?
— Porque el ser humano piensa a menudo que todo depende de él, se considera un creador y no quiere ser suficientemente humilde como para recibir y comprender que es al acoger el don de la verdad y el bien que su vida se realiza. El elemento femenino se encuentra en todos los seres humanos; pero la mujer, con sus características sexualmente diferentes al hombre, es imagen de esa femineidad presente en cada uno de nosotros, que consiste no sólo en la capacidad, sino también en la obligación y la necesidad de recibir los dones para poder existir y ser nosotros mismos. Sin una actitud receptiva ante la realidad, el hombre no puede realizarse, se convierte en homo faber y cree posible salvarse produciendo mesas o sillas, por ejemplo, con sus fábricas. La presencia de la imagen de la mujer en la sociedad nos recuerda que no somos puramente homines fabri, trabajadores, sino criaturas que al existir somos nosotros mismos en la medida en que recibimos. La femineidad significa precisamente saber recibir. La naturaleza de la mujer se expresa, realiza y revela al recibir. Quien sabe recibir, también sabe dar. Por consiguiente, la femineidad también se expresa al dar. La mujer da recibiendo y recibe dando.
Ahora bien, nuestra civilización se ha reducido únicamente a producir e imponer nuestros productos a los demás. No puedo decir que se ha reducido a dar, porque si no sabemos recibir, no podemos dar. En las relaciones interpersonales, el machismo ha introducido la dialéctica y la lógica de la fuerza y la violencia, consistente en imponer los propios productos. El homo faber no respeta la libertad de los demás porque nada desea recibir de ellos; pero tampoco quiere dar, sino puramente imponer, defendiéndose cuando a su vez quieren imponerle algo.
Significado más profundo
— Y en este sentido, ¿qué significa la presencia de la mujer?
— En esta lucha por imponernos a los demás, defendiéndonos de ellos esta presencia transfigura, transforma las relaciones sociales impregnadas de fuerza y violencia en relaciones en función del don, consistentes en recibir y hacer, dar y hacer. El hombre existe como criatura en la medida en que recibe el don de Dios, de hecho su propio ser. El año de la mujer debería habernos recordado que somos criaturas y todo lo recibimos de Dios. Lo hemos olvidado, y eso ha sucedido justamente porque al desaparecer la presencia de la mujer en la sociedad, carecemos de un elemento fundamental, que es la imagen del don ofreciéndose y recibiéndose a sí mismo. Ésa es la naturaleza del hombre: un don de Dios que se recibe a sí mismo. Sin esa presencia, vivimos en el olvido de nosotros mismos. El año de la mujer debería habernos recordado a los seres humanos quiénes somos. Así veo el año de la mujer.
—Como año de la femineidad…
—Y en este sentido podemos encontrar un elemento de la reevangelización.
—¿Cómo así?
— Porque la nueva evangelización, que en el fondo es antigua evangelización, con el mismo carácter evangélico, consiste en recordarle al hombre su condición de don, que recibe su propio ser de Dios y por consiguiente debe dar, es decir, existir como un don. Existir como un don significa darse a los demás. Con su condición femenina, la mujer sabe hacer esta entrega; pero si adquiere un carácter masculino, impuesto o adoptado por ella misma, la sociedad carece de esa imagen del don propia de la mujer. El evangelio, la buena nueva, nos dice que existe un don para nuestra salvación. No fue casualidad el hecho que Cristo dijera estas palabras a una mujer: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva para la vida eterna». Únicamente la mujer, la samaritana, podía comprender la gran profundidad de la doctrina del don, la grandeza del evangelio, de la buena nueva. Cristo no hablaba del don a los hombres (aun cuando se refirió ligeramente al tema con Nicodemo) porque ellos no tienen la capacidad de la mujer, de la samaritana, para comprenderlo.
Así, en la reevangelización, el lugar más central desde el punto de vista humano le corresponde a la mujer como tal. No en su hacer, porque el hombre sabe hacer, sino en su presencia como don que se recibe a sí mismo y se ofrece generosamente a los demás. En mi opinión, si la sociedad llega a comprender esta verdad, se salvará. Así veo el sentido que pudo haber tenido el año internacional de la mujer y su lugar en la reevangelización, que no es propiamente una función, sino la presencia de la mujer como tal.
Para conseguir los favores de una mujer, para «conquistarla», el hombre debe hacer muchas cosas: llevarle flores, estar a su servicio, etc. En cambio, a la mujer le basta su propia presencia para conquistar al hombre, que debe girar en torno a ella. La mujer es sumamente fuerte. El hombre no es tan fuerte y para poder serlo debe hacer muchas cosas. La mujer es imagen del don. Dios es un don. Cristo trajo el don de sí mismo. Para poder comprender a Dios como don, debemos mirar a la mujer, porque es imagen del don. Así veo las cosas.
Progreso sin sentido
—Como ocurre actualmente en todas las relaciones humanas, también en la pareja se ha producido una deshumanización, que quizá podríamos identificar con ese fenómeno que usted ha llamado «productura», asimilable de algún modo con el tecnocratismo o el pragmatismo. ¿Podría afirmarse que sólo recuperando la presencia de Dios sería posible recuperar una relación humanizada entre el hombre y la mujer, relación que podría asimismo otorgar a la mujer su condición de don?
— Ciertamente todo lo que he dicho es de carácter antropológico, pero también tiene sus raíces en el evangelio y en la experiencia mística, por ser una experiencia del don que es Dios. En todos los místicos se realiza el elemento femenino, la femineidad, consistente en recibir al hombre. Nosotros recibimos este don salvador que es Dios al pie de la cruz, y ahí sólo se encontraban las mujeres y un místico. La femineidad estaba al pie de la Cruz. Los hombres huyeron, porque un don demasiado grande exige un trabajo enorme a quien lo recibe, más allá de una actitud puramente pasiva, y el hombre tiene miedo del trabajo, prefiere el quehacer, el activismo en grado extremo. La esencia de este trabajo consiste en recibir el don en actitud contemplativa bajo la Cruz, lo cual también requiere sufrimiento. La transformación de la sociedad actual en todos sus aspectos —el matrimonio, la familia, los pueblos— exige en primer lugar aprender a sufrir, es decir, a recibir, a responder al llamado y a la misión que es el don. Es una gran tarea, un trabajo difícil. Tal vez no es posible realizarlo con recursos únicamente humanos; pero cuando hablamos del don, estamos pensando en la posibilidad de realización mediante la gracia.
Por consiguiente, creo que el mundo puede alcanzar la salvación con una gran plegaria, porque en la oración se pide el don. Rezar significa abrirse al don, y sólo de este modo puede salvarse el mundo. Quizás, en consecuencia, la salvación del mundo se produce en aquellos centros o monasterios contemplativos donde las mujeres y los místicos, como Juan y María, se encuentran al pie de la Cruz y sabiendo sufrir, reciben el don.
Las palabras «Si conocieras el don» —repito iban dirigidas a la samaritana, a lo femenino, a la femineidad. Así pienso que puede salvarse el mundo; y en cambio cada movimiento de masculinización de la mujer actúa en contra de esa salvación. El feminismo, que dice «La mujer es como un hombre», es una tragedia, una condenación del mundo, porque al desaparecer la diversidad el hombre hará muchas cosas, pero sin sentido. Si la mujer llega a ser igual al hombre, caminaremos sin rumbo, en un ir y venir, progresando en cualquier dirección. ¿Qué progreso es ése? Sólo la presencia de la mujer puede salvar a los hombres.
«Dame de beber»
—¿Qué se puede decir, en esta línea de consideraciones, sobre la relación entre la mujer y sus hijos? Al parecer su entrega va sobre todo dirigida hacia ellos.
—Aparentemente tal vez la mujer se entrega en mayor medida a los hijos que al marido, pero ella siempre se da. Su entrega a los hijos puede también ser, muchas veces, más esencial que la del hombre. Pensemos simplemente en la situación vista en tantas familias. El padre hace muchas cosas por los hijos y trabaja para ellos, pero no está tan presente como la madre. Podríamos decir, como imagen, que el padre hace un don al llevar los productos de su trabajo a la familia, pero no siempre está presente en esos productos. Le parece suficiente entregarlos, pero no se da él mismo. Claro, es una tragedia cuando los hijos perciben esto.
— No siempre es así, ¿verdad?
—No siempre es así, pero —repito— el hombre tiene más tendencia a proceder en esta forma, dando únicamente el dinero producido y creyendo que eso es todo. Es expedito y no comprende que el otro no necesita tanto las cosas como su persona.
«Dame tu ser. Si me das dinero, seguiré teniendo sed. En cambio, si estás presente, mi sed se calma». Si conocieras el don y quién es el que te dice «Dame de beber» en este momento, es decir, estando presente, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua para la vida eterna, y nunca más sufrirías de sed.
La presencia es esta agua viva; la presencia de la persona, que satisface la sed. Por ese motivo, la presencia de la madre calma, tranquiliza, apaga la sed de los hijos. Si entretanto el padre sólo hace algo, trayendo y dando lo que ha hecho, no calma la sed de los hijos. Para él, entregar lo producido puede ser una manera de escapar y no estar presente ante el llamado de los demás, porque es difícil hacerlo, ya que exige encontrarse al pie de la Cruz.
Para el mundo de hoy, estar al pie de la Cruz es la esclavitud. Sin embargo, yo creo que los apóstoles eran esclavos de su propio miedo cuando huyeron del Gólgota. Ellos no tenían valor, temían perder algo, ser golpeados, tal vez perder la vida. Eran esclavos de su propia vida. Las mujeres, en cambio, eran libres incluso de su propia vida, lo arriesgaban todo, no temían ser golpeadas o morir al pie de la Cruz. Los hombres, con excepción de Juan, no tenían esa libertad, pero Juan es místico y por consiguiente femenino. Ésa es la libertad.
La mujer que da a luz y a veces arriesga su vida es una imagen del ser totalmente libre, mientras otros tienen miedo y son esclavos de la vida. Es difícil de entender que la libertad no es fácil de practicar. Alguna vez Sartre dijo algo así: «Es más fácil ser esclavo y por eso la sociedad es, por así decir, una disposición injusta de esclavos». Mientras más ausentes estén las mujeres como tales en la sociedad, en mayor medida seremos todos esclavos de nuestro temor a perder algo, incluso la propia vida. El hombre teme perder dinero, es así; la mujer no tiene miedo, es generosa, es más capaz de generar, de dar. El hombre da en pequeña medida lo que le sobra, pero para él es más difícil darse a sí mismo, dar su vida. Cuando el hombre da la vida, yo diría que ocurre algo más grande.
— A veces también la da muy en serio, ¿verdad?
— Sí, en serio, pero para el hombre es más difícil dar la vida. Pienso, por ejemplo, que para Edith Stein era más fácil dar la vida que para el Padre Kolbe como hombre, porque en la mujer es un hecho casi connatural, más fácil, por ser ella imagen del don. En todo caso, siempre es difícil. La femineidad se encuentra en todos los hombres, también en los varones, pero está sofocada, y esta sofocación de la femineidad es nuestra tragedia.
—¿La imposibilidad de darse?
— Sí, algo como una imposibilidad de darse. Una gran dificultad, al menos. Darse es estar siempre bajo la Cruz, corriendo un riesgo, porque dándose uno se arriesga, ya que confía. Eso es darse. Si me entrego a mi mujer, estoy confiando en ella, y es difícil. Para la mujer, confiar es propio de su naturaleza. Ahora bien, es una tragedia si no existe esta confianza en las relaciones entre las personas. Y cada vez habrá menos confianza en la medida que disminuya la presencia de la mujer como tal en las relaciones interpersonales o sociales. Ni siquiera podemos hablar de carácter interpersonal si no existe confianza y presencia de la femineidad, porque en esas condiciones las relaciones se hacen dialécticas, de lucha entre esclavos y amos, de lucha por la carrera, por los puestos de trabajo, etc.
La mujer en pos de una carrera es más ridícula que el hombre. Un hombre también es ridículo cuando procura a toda costa ser ministro, presidente u obispo; pero la mujer lo es más aún, porque la esencia de la femineidad consiste en dar el propio ser y no en captar, coger o poseer.
Tenemos esta carencia en la sociedad actual.
— Es el problema de la mujer que se ha transformado en subrogante…
— Sustituto del hombre, y como todo sustituto, vale poco. Prefiero beber café y no un sustituto del café. Por ese motivo, la mujer provoca risa cuando hace las veces del varón. Y ésta es nuestra tragedia, porque quien debiera recordarnos lo que somos y cómo debemos ser un don, es hoy un sustituto. A nuestro alrededor vemos y corremos en torno a un sustituto. Es trágico.
— La recuperación del don de la femineidad es esencial para la reevangelización, postula entonces usted.
— Exacto. Y es por este motivo que en la reevangelización el matrimonio y la familia ocupan el lugar central. La mujer es precisamente el fuego de la familia y del matrimonio. Por esta razón, el Santo Padre se refiere con tanta frecuencia a la mujer. La mujer, la maternidad, diría yo que es el motivo predilecto de su magisterio. El padre conoce su propia paternidad a través de la maternidad.
Precisamente ayer vi una foto muy hermosa de una pequeña escultura llamada «Anunciación de María a José», José está arrodillado delante de María y ella toma su cabeza y la coloca sobre su seno. El pobre José, el hombre de la fe y la confianza, apoya la cabeza sobre el vientre ligeramente abultado de María. ¿Qué está ocurriendo en José, que siente la presencia de un ser en el seno de María?
Tenemos esta carencia. La mujer anuncia el hombre a los hombres, a todos nosotros, es una anunciación del hombre. Y esta anunciación tiene lugar en María. La verdad del hombre, la esencia del hombre la vemos en Jesucristo, pero ha nacido en el seno de una mujer, de María. La verdad del hombre se encuentra en el seno materno de la mujer. Y si olvidamos esto, nos olvidamos de nosotros mismos. ¡Y quién sabe en qué nos convertiremos! Sin duda en algo trágico y ridículo.
¡Esta escultura es algo magnífico!
Esta entrevista forma parte del libro:
