ENTREVISTAS
Stanislav Grygiel

La acuciante pregunta acerca del sentido

Vive en Roma, en la Via Porta Angelica frente a la Puerta de Santa Ana, por donde se ingresa al Vaticano- tantos años ya cuantos lleva de existencia este pontificado. Discípulo muy estrechamente unido a su maestro Karol Wojtyla, Stanislav Grygiel llegó de Cracovia a esta ciudad con él, cuando el actual Pontífice fuera elevado a la Cátedra de Pedro. Aquí han crecido sus dos hijos y ha destacado su mujer, Ludmila, excelente historiadora. A menudo se le encuentra en congresos —Praga, México, Boston— pero su sede habitual la constituye el «Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia», adscrito a la Universidad Lateranense, cuyo cuerpo de profesores es de la exclusiva confianza del Papa.

Corren los aires de la primavera de 1993 cuando conversamos y Europa vive una era de libertades: no hay en apariencia amenazas ideológicas serias que se ciernan en el horizonte. Entretanto, hace pocas semanas, desde Castel Gandolfo, Juan Pablo II ha advertido con fuerza acerca de un «imperio del que debemos distanciarnos, menos visible y concreto que los del pasado, pero no menos real e insidioso, que amenaza con ahogar la libertad de la Iglesia”. Es el secularismo, que disfrazado de humanismo, se opone al Evangelio, difundiendo una falsa imagen de  Dios y del hombre, ha señalado el Papa. El contraste entre estas dos realidades ha sido el punto de inicio en la conversación de Stanislav Grygiel con «Artes y Letras» de El Mercurio.

— Al parecer, el marxismo ha muerto como concepción ideológica en el plano de la política. ¿Ocurre lo mismo con la visión del hombre que inspira al marxismo, es decir, con la antropología marxista? ¿Ha desaparecido ésta?

— La filosofía marxista no era ni es filosofía en el sentido estricto del término. La filosofía elaborada por Marx no tiene en sí misma un contenido antropológico. Su antropología o visión del hombre se inspira en otros autores. Marx sólo describió la sociedad desde el punto de vista de la situación de su época, hace 150 años. Y a él le interesaba la sociedad, pero no la persona humana. El ateísmo lo tomó de Feuerbach. Luego, a la luz de este ateísmo y de su experiencia de un mundo capitalista, pero salvaje, según él lo había visto, hizo algunas reflexiones de las que se desprenden también consecuencias antropológicas. La libertad, por ejemplo, prácticamente desapareció en su concepción. 

¿Qué sucedió en realidad? Al proponer Marx la visión de una sociedad con móviles de orden económico, fue vehículo de otra mentalidad antropológica, por así decirlo. En el fondo, al no interesarse en la persona humana, en la verdad de la persona humana, sino únicamente en la sociedad, creó un espacio, un instrumento utilizable por cualquier antropología atea. Cualquier antropología podía entrar en ese espacio, y así ocurrió en realidad.

En el fondo el ateísmo no está presente en el marxismo como visión positiva, ya que en ese caso el hombre tendría que definirse a través de la negación de Dios, lo cual implicaría una proposición de carácter religioso que Marx negaba. Y en consecuencia cualquier intelectual o no intelectual, ateo o indiferente desde el punto de vista religioso, pudo utilizar el marxismo como una ideología dominante, encaminada hacia la dominación del mundo, para poder expresar sus ideas. Eso explica la adhesión de muchos intelectuales en Occidente al marxismo, que se dio no tanto por la visión social, la preocupación por los pobres, y otras cosas parecidas, sino por la posibilidad que desde todo punto de vista ofrecía, como vehículo, para lanzar ideas antropológicas ateas o agnósticas. 

En la actualidad, el comunismo ha caído como sistema económico y político real, aplicado en Rusia y en los llamados países de la órbita socialista, pero no ha desaparecido la mentalidad atea e indiferente infiltrada en el marxismo, que luego también recibió, en alguna medida, el influjo del mismo.

— ¿Qué ejemplo podría ilustrar esto último que usted dice?

— Sartre, por ejemplo, no era marxista, pero usaba los esloganes de esa ideología para lanzar sus ideas en el mundo, para estar de moda y contar con el apoyo de los marxistas, de los partidos comunistas de Occidente, y no sólo de Occidente. Así, Sartre servía a los marxistas, era un perfecto «idiota útil» del marxismo, era de los utilizados por éste.

Aun cuando no compartían el enfoque de Marx, dada su condición atea y antirreligiosa, esas personas encontraban ahí un instrumento eficaz y lo usaban. A raíz de esta colaboración, se produjo una influencia recíproca y esos intelectuales se impregnaron también del modo de pensar del marxismo, sobre todo de la dialéctica, que ve únicamente a través de dicotomías: blanco-negro, patrón-sirviente, esclavitud-libertad… Y dicha mentalidad persiste. Los sistemas políticos han caído y las economías quinquenales han sido vencidas por la economía liberal, que sabía calcular mejor; pero sigue existiendo el indiferentismo, el ateísmo, esa mentalidad cuya visión del hombre niega la trascendencia. Y ella no puede ser superada propiamente por un sistema, como, por ejemplo, la democracia liberal, que incluso ofrece hoy un ámbito propicio, un buen terreno, un abono para esa mentalidad.

— El mismo Occidente, parece concluir usted, se ve hoy en muy buena medida empapado de esa mentalidad, a pesar de que no hay ningún Partido comunista que tenga siquiera el cinco por ciento del electorado…

—Para mí, no tiene importancia alguna que el Partido comunista tenga el cinco o el 50 por ciento, porque esa mentalidad persiste en el mundo de la cultura o de los llamados intelectuales.

—¿Y cómo puede darse una propuesta capaz de derrotar esa mentalidad?

— Planteándose al mismo nivel o seguramente en un nivel más alto. Podría pensarse, en efecto, en una propuesta intelectual de orden filosófico, pero en ese caso se trataría de una lucha entre dos visiones culturales del hombre, lo cual es menos interesante y de resultado dudoso. La propuesta en realidad capaz de vencer con seguridad a esta mentalidad pienso que sólo puede venir de la fe y de la religiosidad, de la fe en Dios y en el hombre.

Occidente ha conseguido vencer al comunismo en el plano económico y en la política, pero no en lo cultural, porque no existe una propuesta al mismo nivel. Frente a la ideología ofrecida por el comunismo, no hay una contraideología. Mientras el comunismo hablaba del sentido de la vida, de la sociedad y del individuo dentro de la misma, Occidente se refería al bienestar, lo cual implica una propuesta económica y no puede operar como sentido de la vida. Por consiguiente, el comunismo se encontraba en un plano superior.

— Pero sucede que ahora en Occidente, se afirma en general, o se considera un hecho, que es el momento del triunfo del pragmatismo, del fin de las ideologías y de toda visión del mundo más compleja, a lo cual se añade que esto es indicador de buena salud para el mundo. Hay quien ha proclamado incluso «el fin de la historia». No habría, por consiguiente, que buscar absolutos; la vida debería organizarse apenas de manera pragmática, técnica, permitiendo así satisfacer nuestros deseos y necesidades.

—Ciertamente, el pragmatismo occidental ha vencido al pragmatismo soviético o comunista; pero éste, como decíamos, no era puro pragmatismo, ya que su doctrina ideológica se refería al sentido de la vida. Ahí reside la superioridad del comunismo y el motivo por el cual la cultura occidental contemporánea aceptó su influencia. En Occidente, muchos jóvenes, estudiantes e intelectuales, asumieron esa doctrina ideológica del sentido de la vida en la medida que el pragmatismo occidental no satisfacía sus deseos y no llenaba sus vidas.

—¿Pero no tenía para ellos el cristianismo una explicación de la vida mucho más rica, incluso mucho más arraigada en nuestra cultura? ¿Cuál era el motivo de fondo de esa situación? Ahora incluso, con el fin del comunismo, se esperaba que el cristianismo se convertiría en una nueva fuerza para el mundo; pero vemos, según usted mismo lo destaca, cómo persiste en Occidente una situación de materialismo.

— Es verdad que el cristianismo está mucho más arraigado en la cultura europea y occidental, pero hay aquí un problema. La ideología comunista, hablando del sentido de la vida, sólo lo enfocaba a medias, buscándolo en el trabajo que transforma al mundo. El cristianismo, en cambio, dice: El sentido de tu vida puedes encontrarlo en el trabajo en el cual procuras cambiar tú mismo». Eso es mucho más complejo. Por consiguiente, es más fácil aceptar una doctrina que habla del sentido de la vida sin exigir un compromiso personal. El cristianismo es muy exigente y nos dice: «Sí, la vida tiene un sentido, pero para poder alcanzar y recibir ese sentido, debes cambiar tú mismo». 

Ideológicamente, es más fácil tratar de transformar a los demás. El pragmatismo occidental ha vuelto algo perezosos a los hombres y a los intelectuales. La técnica nos hace ser perezosos y preferimos la ideología a la metafísica o al mensaje cristiano revelado, que nos enseña que debemos hacer penitencia y transformarnos nosotros, convertirnos. La gente en general, y también los intelectuales, prefieren vivir cómodamente…

— Parece, sin embargo, que la lectura común que se hace de la realidad es la contraria de la que usted dice. En la vorágine de actividades prácticas impuesta a la gente por la vida contemporánea, aparentemente sólo se reconoce el mérito del esfuerzo desplegado en el espacio de lo práctico y concreto, y no en el ámbito de lo metafísico o de lo espiritual. Este último parece incluso a muchos un «lujo» perfectamente dispensable… 

— Me explico. La doctrina propuesta por el comunismo era más fácil, pero hablada del sentido de la vida; Occidente, en cambio, propuso una técnica para vivir, sin referirse al sentido de la vida. Occidente, en cambio, propuso una técnica para vivir, sin referirse al sentido de la vida. Occidente dijo lo siguiente: «Sólo en esta técnica podemos procurar más allá de esta técnica». El marxismo, en cambio, afirmó: «Hay algo más allá de esta técnica”, apuntando al futuro y a la posibilidad de transformar el mundo sin cambiar uno mismo, porque la transformación del hombre sería, según ellos, una consecuencia mecánica, automática de la transformación del mundo, sin implicar ningún esfuerzo personal, sin contemplación. El pragmatismo occidental coincide hoy, bajo este aspecto, con ese pragmatismo ideológico comunista.


—¿Cómo? 

—Actualmente vivimos bajo el efecto desastroso de la convergencia del pragmatismo occidental y el pragmatismo comunista: los hombres ni siquiera saben que pueden y deben diferenciarse de las máquinas para ser felices.

Es en cierto modo como una herencia del cartesianismo, que enfoca la transformación del mundo sin posibilidad de cambio personal. La máquina produce y transforma el mundo, pero no puede cambiar ella misma. Si aplicamos al hombre el pragmatismo técnico, evidentemente no hay espacio para la otra transformación, para la conversión. Nuestro concepto del trabajo no incluye la tarea de autotransformación, de autocorrección, porque está inspirado en la máquina y debemos adecuarnos a ese tipo de funcionamiento. Nuestra mentalidad actual es incapaz de concebir el trabajo de otra manera. Por eso, para nosotros, en Occidente y en el mundo de hoy, la autotransformación, la conversión, no constituyen una tarea. Veo así a los hombres cada vez más tristes, insertos en el trabajo de las máquinas, viviendo el pragmatismo técnico, sin posibilidad de pensar en el sentido de la vida, ni siquiera de tener contacto mínimo con otra realidad. Es la nuestra una civilización de la tristeza y de la pereza.

— ¿No ve usted, hasta cierto punto, el origen de las sectas en esta situación?

—Evidentemente, porque los jóvenes buscan algo más allá de las máquinas y su funcionamiento, más allá del pragmatismo. Es decir, estamos en presencia del problema del sentido. 

— Para superar esa tristeza de que Ud. habla, buscarían entonces la secta y no la transformación interior

— Si pensamos en el sentido de la vida, ya estamos cambiando nosotros mismos, porque este sentido trasciende el pragmatismo y la máquina, y hace que se comience a vivir de otra manera. Los que se introducen en las sectas lo hacen más bien para negar lo que están viviendo. Pero manifiestan una actitud extraña, algo mágica, más bien propia de las drogas; es decir, desean y procuran olvidar el pragmatismo de hoy, pero no están encaminados hacia el sentido de la vida. Las sectas no piden gran cosa, no exigen la transformación. Muy a menudo aceptan cosas pecaminosas hacia las cuales se inclina el hombre o su naturaleza.

— Hay permisividad…

— Muchas veces son muy permisivas. No siempre.

El cristianismo, en cambio, propone otra cosa, porque dice: el sentido de la vida se encuentra en otra realidad, que se debe recibir. Mas para poder recibirla se debe estar abierto, lo que requiere cambiar de vida completamente. Se trata de una conversión ética, que no nos salva, pero que nos abre y nos prepara para la redención. Las sectas, por el contrario, construyen éticas, a veces muy permisivas, diciendo que en ellas reside la salvación; pero están igualmente insertas en el pragmatismo de este mundo, porque en realidad prescinden de la salvación, que es un don de Dios. Son, en definitiva, un rodaje también de la máquina. 

Sin el don sobrenatural de la salvación, sin un Dios trascendente, cualquier ética forma parte del pragmatismo. Cuando ahora se dice que la política se derrumba, la economía no nos satisface y necesitamos una ética, porque ya no hay valores morales, ¿qué significa eso? Se está hablando de ética pero sin considerar el don, sin la salvación, como una parte necesaria para el funcionamiento de la máquina. No es más que eso: es también el pragmatismo de la pereza y la tristeza.

El origen de este fenómeno se encuentra en el iluminismo. Según Voltaire, si no hay Dios, es necesario crearlo, porque sin él podemos darnos muerte unos a otros. La máquina debe funcionar y sin la ética ya no opera este pragmatismo. Por eso seria necesario incluirla. Pero no está ahí la solución. Nietzsche, que era genial, clamaba a fines del siglo pasado: «No necesitamos genios éticos; necesitamos al salvador». Y la civilización actual todavía no ha comprendido el clamor de Nietzsche, porque cree posible resolver simplemente con la ética los problemas de la máquina. Una ética abandonada a sí misma —repito- forma parte de la propia máquina del pragmatismo.

¿Y no ocurre a veces también algo parecido con la misma cultura? Usted se ha referido en diversas ocasiones a ella como un espacio diferente al de la «productura». Hoy, sin embargo, espectáculo y cultura (o lo que se apellida de tal) representan un solo todo en el mundo desarrollado. Proliferan las ferias culturales, los shows culturales… ¿Tiene esto alguna relación con la solidificación cultural de nuestro mundo? 

—Dentro del pragmatismo actual, basado en la técnica, se entiende así la cultura, asociada a la entretención y muy a menudo sexualizada. Se habla también de cultura política y económica, apuntando al hecho de saber hacer algo de manera coherente, razonable, eficaz. Pero en este pragmatismo no hay espacio para la autotransformación. del hombre, para su conversión, para un trabajo de otro tipo, contemplativo, que no cambia tanto al mundo como al hombre mismo. Esta cultura de la entretención, del show cultural, no está orientada hacia el bien del mundo y su conversión, sino más bien hacia la modificación del mundo para que entretenga mejor y sea más cómodo. Están también presentes aquí las tres tentaciones del Paraíso: las cosas deben ser agradables a la vista, buenas al paladar (el consumismo) y útiles para aumentar los conocimientos, para el progreso de la ciencia.

El sentido de la vida —si podemos hablar aquí de sentido de la vida- se reduce hoy día a dar respuesta afirmativa, positiva, a estas tres tentaciones del Paraíso. Ellas provocaron, sin embargo, la primera caída del hombre, y nosotros, como Adán y Eva, comenzamos a darles respuesta de tal manera que la caída primordial persiste. Nuestra civilización es así como una nueva versión, como una continuación de la tentación de la serpiente en el Paraíso y de esa caída primordial, es decir, del pecado original. Ahí reside todo el «sentido» de nuestra vida actual. En estas condiciones, la cultura forma parte de la productura. No es más que eso, aun cuando su verdadera función debería ser todo lo contrario: preparar al hombre para ser él mismo. En realidad, sin el culto de Dios, es imposible la cultura.

— De lo dicho por usted se desprende que la negación de la trascendencia implica un debilitamiento de la identidad cultural. Muchas personas, en el mundo europeo del Este y el Oeste, que ahora es una sola Europa, se plantean el problema de la reconstrucción del continente. ¿Cómo puede reconstruirse la identidad de Europa en un clima cultural de secularismo, es decir, donde prevalece lo contrario de la trascendencia?

—Sin el culto divino sólo podemos construir una identidad productural de Europa, pero no cultural. Digo «construir» porque nada se puede «reconstruir» desde ese punto de vista. En todo caso, es un fenómeno nuevo, desconocido para nosotros. Tal vez si miramos al Japón moderno, podríamos imaginar de alguna manera la identidad productural europea. Esta última — repito- no requiere de la trascendencia, incluso es condición de la misma la ausencia de trascendencia.

—Ahora bien, ¿qué significa identidad «productural»?

—Nada. Si tengo, por ejemplo, dos máquinas para producir zapatos, ¿cuál es la diferencia de identidad entre ambas máquinas, si producen el mismo tipo de calzado y funcionan de la misma manera? La única diferencia está en los números de serie. Se trata de una identidad cuantitativa, porque evidentemente el número dos es distinto al tres, pero no existe identidad cultural. Dos se presenta como «poseo dos» y tres como «poseo tres». La identidad depende aquí de la posesión. En cambio, la identidad cultural, es decir, la del que se abre a la trascendencia, no se puede poseer. Sólo es posible ser en la trascendencia y convertirse en ella. Al identificarse con la trascendencia, sólo podemos presentarnos como ella misma se presenta en la zarza ardiente: «Yo soy el que soy». He aquí nuestra tendencia, nuestro esfuerzo, nuestro abrirnos nosotros mismos hacia semejante trascendencia. «Yo soy el que soy», eso sí que implica una identidad cultural.

— Lo que habitualmente se escucha es que la identidad de la nueva Europa reside en la existencia de un mercado común, en el hecho de producir y estar modernizada técnicamente, en la posibilidad de resolver el problema de los países del Este con sus arduas dificultades materiales. En ser una especie de Estados Unidos. ¿Por qué este problema de la trascendencia que plantea usted? ¿Es una necesidad ontológica de la identidad o sólo una necesidad histórica?

—Es el problema de la tradición, pero no en el sentido histórico del término, de una tradición europea a lo largo de tres mil años, sino una tradición del hombre, que se remonta a muchos millones de años. Porque en nuestra memoria, no histórica, sino metafísica, somos, como decía Platón, una anamnesis, una memoria de alguien que nos trasciende y del cual tenemos necesidad. Por consiguiente, la identidad de Europa, sin la trascendencia, sólo puede ser productural. La identidad con la trascendencia es en cambio cultural, no en el sentido que debamos prolongar o reconstruir lo que hemos vivido hace mil o dos mil años, sino en cuanto que apoyándonos, conociendo lo hecho y vivido anteriormente, debemos encontrar nuestra historia, presente hoy y dirigiéndose verticalmente hacia la trascendencia. Es una tradición vertical y no horizontal, que se concentra en el instante, ahora. Provengo de la trascendencia y voy hacia ella. No me interesa mayormente, incluso para mi cultura, lo ocurrido hace trescientos años en Europa; me interesa lo que sucede en este momento en mí mismo, y lo que sucede en mí mismo tiene una dimensión tal que ni siquiera es suficiente el universo, si es visto y vivido pragmáticamente. Esta tradición de un instante presente, aquí y ahora, es más grande que el universo físico. A eso llamo la tradición metafísica, vertical del hombre. Sin ella, sin esa historia vertical, concentrada en el instante, cada identidad sólo puede ser productural. 

— Lo que usted dice impresiona y resulta muy palpable al visitar por ejemplo Asís. Está allí la tradición de San Francisco y Santa Clara. Es una tradición muy importante y que tiene relación con toda la transformación de Europa, anterior al Renacimiento. Pero además del aspecto histórico, hay en ese lugar algo de un absoluto, que va mucho más allá de toda explicación histórica… 

—San Francisco, Santa Clara, San Benito, y otros, representan sin duda la tradición histórica. Pero se puede contemplar también la vida de ellos en su instante, en su tradición del instante vivido, es decir, en su tradición vertical. Los veo y los escucho como testigos de esa experiencia cultural y soteriológica vivida por ellos. Es un diálogo y en ese diálogo yo también debo ser testigo. ¿De qué? No soy testigo únicamente de la tradición histórica. Estoy en un diálogo con San Francisco, San Benito y con las generaciones futuras. Vivo en el diálogo, con las generaciones pasadas y futuras, como testigo de mi tradición vertical, vivida hoy con Dios. Esa tradición es la verdadera historia en el fondo. 

Es necesario, evidentemente, organizar la vida. Pero debe hacerse de tal manera que pueda constituirse un espacio para esa identidad cultural que fluye de la tradición vertical.

Es un diálogo de testimonio, que constituye una gran tradición de la Iglesia, desde hace mil años; la vida incluso de esa tradición histórica se encuentra en la tradición vertical vivida por cada uno de nosotros. En cada uno de nosotros, ella debe permanecer en nuestra memoria, en nuestra existencia, para que la tradición histórica pueda florecer. Evidentemente, nuestra Europa actual debe vivir el diálogo con las generaciones pasadas y futuras, pero sin la tradición vertical no arriba, porque dejamos de ser testigos. Tengo identidad cultural en la medida que soy testigo de la trascendencia. ¿Será Europa testigo de la trascendencia o únicamente una máquina social organizada? 

—En esta última perspectiva, se entiende dicha identidad únicamente al servicio del bienestar… Para San Francisco de Asís, Santa Clara y San Benito, en cambio, a través del dolor y la enfermedad también era posible ser uno mismo…

— El dolor revela el estado de nuestro organismo. Sería muy peligroso vivir sin él, porque podríamos morir sin darnos cuenta. El dolor es un aviso, es un anuncio de la enfermedad y de la muerte. Está en el libro de Job. Gracias a la muerte o debido a la luz de la muerte, me transformo en pregunta sobre el sentido de la vida. Sin la muerte, sería imposible preguntarse sobre el sentido de la vida. La inmortalidad en el tiempo sería la ruina del hombre. ¿Qué sentido tiene vivir sin fin? No cabría la pregunta, porque sólo podríamos programar actividades, como ir al cine o jugar a los naipes, pero la vida no tendría sentido. Siendo inmortales en el tiempo, estaríamos condenados a la productura. En cambio, a la luz de la muerte, nos convertimos en pregunta. Al fallecer un amigo, San Agustín dice: «Et factus sum mihi ipse magna questio» «Me he convertido para mí mismo en una gran pregunta», (libro cuarto de «Las Confesiones»). A la luz de la persona amada, San Agustín también comenzó a morir. Al morir mi amigo, yo muero en él, su muerte es mi muerte. Por consiguiente, queriéndolo o no, uno se convierte en pregunta: «¿Cuál es el sentido de mi vida?»

En la civilización pragmática, también es posible construir preguntas sobre el sentido de la vida, y los comunistas así lo hicieron y dieron además la respuesta. Los «inmortales» en el tiempo pueden sentirse aptos para construir las preguntas y las respuestas, incluso sobre el sentido de la vida. En cambio, San Agustín no puede construir la respuesta, porque el no construye la pregunta; se convirtió en ella, se convirtió en la pregunta sobre el sentido de la vida. Cuando el hombre se convierte en pregunta sobre el sentido, sólo puede esperar la respuesta, no puede construirla. Y aquí el dolor y la muerte realmente son un espacio de nuestra salvación. La muerte nos salva.

— La máquina, en cambio, por su propia naturaleza, evita ese problema…

—Preocupado del bienestar, Occidente ni siquiera ha construido la pregunta sobre el sentido. La superioridad del comunismo reside en haber construido esa pregunta, y la respuesta: la salvación en la sociedad sin Estado, la sociedad del futuro, etc. Se trata, en todo caso, de una construcción, y el comunismo no se ha convertido en pregunta sobre el sentido de la vida. La pregunta sobre el sentido de la vida se da únicamente en una comunidad donde se viva la muerte. La comunidad de la Iglesia vive la muerte de cada ser amado, al igual que la familia. En la familia podemos trascender y vencer la productura gracias a la muerte de un hermano, del padre o de la madre, por ejemplo. Lo mismo ocurre en la nación, como familia de las familias. En la Iglesia —y solamente en la Iglesia- donde nos amamos, se vive en la muerte de Cristo y se recibe la respuesta. Nosotros no construimos esa respuesta; la recibimos en la muerte de Jesucristo, en la resurrección.

Por eso, la resurrección ya está presente en la Cruz. En el dolor, en la muerte, ya está presente la resurrección, es decir, el sentido. 

La máquina no puede pensar en lo que habrá más allá de sí misma; simplemente dirá: «No hay nada, porque dejo de funcionar». Para una sociedad que sólo opera como una máquina, nada hay más allá de ese funcionamiento. Por consiguiente, ni siquiera puede plantearse la pregunta, ya que se produce una asfixia al reducirse la sociedad a semejante funcionamiento. Hay que acomodarse, simplemente, en la inmanencia de la máquina, pero eso es otra cosa.

La sociedad pragmática e inmanente de nuestros días no se ha convertido así en pregunta sobre el sentido de la vida. Ella evita la muerte, porque no quiere sufrir ni sabe cómo se debe sufrir; es incapaz de buscar y encontrar los vínculos entre el dolor, la muerte y la verdad de la vida. Semejante sociedad no quiere pensar, porque la máquina, cuando funciona, no piensa en el fin de su funcionamiento. Es también en este sentido que la eutanasia, como acto último, se inserta en el esquema de funcionamiento de aquello que, como recordamos antes, es «agradable a la vista, bueno para comer y útil para aumentar los conocimientos». Así pues, también la eutanasia se inserta en la respuesta afirmativa a las tres tentaciones del paraíso.

Estrechamente ligado con lo que usted explica está el tema de la verdad. Usted participó hace algunos meses, junto a otras personalidades, como Vaclav Havel, en un encuentro sobre el tema de la verdad y sus relaciones con la libertad, organizado en Praga por la Asociación Internacional de Coloquios Europeos. Algunos tópicos al respecto son la verdad objetiva, la conciencia autónoma y el consenso. ¿Qué piensa usted en este sentido?

—Imaginemos la sociedad como una máquina. ¿Qué discurso sobre la verdad puede hacer una máquina? Su «verdad» se reduce únicamente al hecho de funcionar o no. Si la máquina no funciona, no es una «verdadera» máquina; si funciona, lo es. 

En concordancia con esto, hoy día el hombre es «verdadero» si funciona en una. sociedad que a su vez es «verdadera» cuando opera de acuerdo a ciertos intereses, a una técnica, a un sistema. Por consiguiente, «toda la verdad» queda reducida a la inmanencia de esta sociedad o este hombre, pero en esta sociedad y este hombre, esa «verdad» a su vez se reduce al mero funcionamiento. En ese contexto, cuando un hombre viene a mi casa, no me interesa mayormente si se siente bien o no, quién es o cuál sea su condición, sino únicamente si actúa de acuerdo a ciertas reglas impuestas por mí.

—¿Cómo trascender esa «verdad» de las funciones?

—Únicamente a la luz que emana de la experiencia de la muerte. Cuando me convierto en interrogante sobre el sentido de la vida, y me pregunto: «¿Quién soy yo, que debo morir, de dónde vengo y adónde voy?». En el fondo, esas preguntas se resumen en una: «¿Quién soy yo?».

Jesucristo pregunta a los apóstoles: «¿Qué piensan los otros de mí?». Los apóstoles responden: «Algunos piensan que eres un profeta, otros que Juan el Bautista». «Y ustedes?», replica Jesús. Entonces San Pedro dice: «Eres el Hijo de Dios vivo». ‘ Esa identidad de Hijo de Dios, de la trascendencia, es la tradición vertical, la memoria vertical y no histórica de que hablamos recién. Cuando me convierto en pregunta sobre el sentido de mi vida —repito— me convierto en la pregunta: «¿Quién soy yo?»; y la respuesta es la verdad de mi ser, la verdad del hombre. Por consiguiente, la verdad, mi verdad, se encuentra en mi relación con la trascendencia que debo ser y en la cual debo convertirme. Así, mi verdad proviene de la verdad de mi ser, la verdad de mi identidad desciende sobre mí de la trascendencia, yo la recibo, se convierte en un don. Y en ese momento, esa verdad, que es don, exige de mí un trabajo. Recibir un don significa recibir un deber, una obligación de cambiar uno mismo y por consiguiente de transformar también el mundo. De alguna manera es una obligación de convertirse y de dar testimonio de la trascendencia.

Por consiguiente, la verdad no es únicamente una adequatio intellectus cum re ya hecha, sino también una adequatio cum re por realizarse. Dijo San Pablo: «La criatura espera de nosotros que la ayudemos a ser ella misma». El mundo gime, llora esperando nuestra colaboración con el acto de la creación para llegar a ser él mismo. Nosotros debemos realizar esa conversión respondiendo al don de la verdad. Debemos completar esa verdad recibida de Dios como una vocación. Al hacerlo, al realizar plenamente la verdad, nos convertimos. 

La conversión es un gran trabajo. La máquina y el pragmatismo desconocen esta conversión, esta realización de la verdad, esta respuesta a la verdad en cuanto vocación.

— Me parece que con la verdad ocurre aquí algo parecido a lo que usted ha señalado con respecto a la ética. Es decir, que tiende a concebirse solamente como algo necesario para el funcionamiento de la sociedad entendida en tanto máquina. ¿Qué es, en dicha situación, la verdad? Es el consenso. Cada uno tiene su propia verdad, conforme con su conciencia autónoma y desligada de toda verdad trascendente. Es el espacio de la «verdad» subjetiva, acomodada por el consenso para que la máquina funcione. Así, el consenso es de alguna manera la verdad práctica para la máquina, ¿no es así? 

—Para el funcionamiento de la máquina, evidentemente, hay que crear un consenso, pero ese funcionamiento está destinado a algo que trasciende la máquina misma y aquí el consenso cambia de naturaleza. Yo recibo la verdad de mi ser de la trascendencia, de Dios y usted también recibe la verdad de su ser de la trascendencia. Usted se convierte en su verdad y yo en la mía. ¿Pero qué consenso, qué comunión, que posibilidad de convivencia existe entre nosotros? La verdad de su ser y la verdad de mi ser provienen de la misma trascendencia. En la zarza ardiente, Dios se presenta: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Hay pluralismo -Abraham, Isaac, Jacob- pero hay unidad, porque es el mismo Dios, es una unidad. Por consiguiente, la fuente de la verdad es una sola, pero luego hay muchos ríos y riachuelos. Hay unidad en la pluralidad. Aquí el consenso no es una votación.

—En definitiva, el verdadero consenso es vertical y no horizontal.

—Y no es un consenso construido. Simplemente es.

—En cuanto el consenso contemporáneo es una construcción horizontal, diría usted.

—Y también política, de hecho. Pero semejante consenso es tiránico.

—¿Por qué tiránico?

— Aun cuando logremos un noventa y nueve por ciento de consenso, siempre habrá una parte violada y violentada por noventa y nueve. Evidentemente, en la máquina una pieza no cuenta, se puede cambiar; pero en la sociedad, en el mundo de las personas, cada persona es un cosmos y un valor infinito.

— El problema podría situarse también en términos de que la cultura moderna, en su horizontalismo, no considera el valor, sino el precio.

—El precio, ciertamente, donde 99 es mucho mayor precio que 1. Pero en la perspectiva vertical, una sola persona es inmensamente grande, es un mundo infinito, es una dignidad. Si reducimos el consenso únicamente a lo horizontal, no podemos evitar la tiranía.  Sólo en la perspectiva del consenso vertical es posible producir, también, un consenso horizontal.

Platón se refirió magistralmente a este aspecto cuando aludió a la justicia vertical de Zeus y a la justicia matemática de los números. El consenso horizontal es necesario porque es imposible conocer plenamente el pensamiento de Zeus. Es decir, nunca puedo afirmar que ya he conocido el pensamiento de la trascendencia divina, que he conocido perfectamente la verdad de mi ser. Por eso, tal vez es necesario un compromiso y esperar. ceder un poco a los demás, porque no conocemos plenamente la verdad de nuestro ser. Al hacer algo juntos, en la política —»arte gubernandi» — tenemos la ocasión y el espacio para el consenso horizontal. Si conociera perfectamente el pensamiento sobre mi propio ser, el pensamiento de la trascendencia, evidentemente me encontraría ya en ella, habría alcanzado la salvación y dejaría de vivir en la sociedad; pero eso es otra cosa y ocurrirá después de la muerte.

—Lo anterior parece tener cierta relación con las dos ciudades de San Agustín. Dos ciudades nacieron de dos amores… 

—Sí, evidentemente, es lo mismo. Si la sociedad se reduce a la máquina, el discurso carece de sentido. En la máquina no se encuentra la verticalidad. Y desgraciadamente la Iglesia, en esta sociedad europea de hoy, se encuentra en la situación descrita. Tiene que entregar el mensaje, transmitir el don divino a esta máquina, a este pragmatismo… 

—iDifícil pastoral…!

—¿Cómo hacerlo? Para empezar, creo que la Iglesia debe estar preparada para sufrir mucho por causa de esta máquina y tal vez incluso deba morir en ella y por ella, entregando el don recibido de Dios.

¿Cómo así? 

—Pienso incluso que no existe otra manera. Tal vez al morir la Iglesia, esta sociedad europea se convertirá entonces en la pregunta de San Agustín: Et factus sum mihi ipse magna questio. Tal vez la muerte de la Iglesia despertará a Europa.

—¿De qué muerte habla usted? ¿De la muerte mística o también de la muerte visible?

—También de la muerte visible, en cuanto la sociedad entendida como la máquina que hoy apreciamos, cada vez dará muerte en mayor medida a la Iglesia, en sus miembros, como comunión, marginándola y eliminándola. No tenemos garantía ni promesa de que la Iglesia permanecerá para siempre en Europa… Hubo una gran Iglesia en África. San Agustín era africano y los padres de la Iglesia, los primeros eremitas eran de África… También en la Capadocia hubo una Iglesia importante en los primeros siglos que murió. 

— En Alemania ya escuché decir a Robert Spaemann que el futuro del cristianismo radica en pequeños grupos que vivirán con gran profundidad espiritual su fe, mientras que la discusión pública, a través de los grandes medios, parece una cosa perdida. Entre tanto, ¿no suena todo esto a derrotismo?

—No, de ninguna manera. En la Iglesia está Jesucristo. En la muerte de Jesucristo en la Cruz ya está la resurrección. En la muerte de la Iglesia ya hay una resurrección. Por lo tanto, tal vez la Iglesia deba morir en Europa para resucitar aquí.

—¿Dónde? ¿En el Este?

— Aquí, en esta misma Europa, incluso en esas pequeñas comunidades.

Pero tampoco esas pequeñas comunidades pueden enfocarse ni vivirse como algo privado; deben estar insertas en la sociedad, formando parte de ella y dando testimonio. Son de alguna manera como granitos de arena en la máquina… Recuerdo en este sentido un personaje de «Los poseídos», de Dostoievski, quien decía: «Soy como una úlcera en la sentadera de la sociedad, que no puede, debido a ella, instalarse cómodamente, y tiene que pensar, porque eso duele». Es también una misión y un rol ser una úlcera de la sociedad, porque eso la despierta.

La Iglesia resucitará en esas pequeñas comunidades. Y en cierto sentido ya ha resucitado aquí, en Europa, donde hay cada vez más vocaciones para los institutos, movimientos apostólicos, etc.

—¿Podría en todo caso precisar lo que usted ha dicho sobre esa eventual muerte de la Iglesia en Europa? 

—Tengamos claro que Pedro siempre permanecerá, pues hay una garantía escatológica. Es la roca sobre la que se asienta la Iglesia. Pienso sin embargo en muchas estructuras, en muchas instituciones. Me parece que las universidades católicas de hoy ya no son tales, de manera que será necesario dejarlas y pensar en la creación de otras, en nuevas universidades católicas. En ese sentido, algo muere, una Iglesia muere, pero esa misma Iglesia se transforma, se transfigura, renace. Cuando se habla de la muerte de la máquina, se alude al fin de la misma; cuando se habla de la muerte de la Iglesia, se trata de una transfiguración. La máquina es incapaz de transfigurarse; la Iglesia, en cambio, siempre es transfigurada por Dios, de manera que todos los días muere y renace. Tal vez estamos acostumbrados a identificar una forma de la Iglesia y debamos liberarnos de esa identificación.

En cuanto a esa muerte de la Iglesia, pensemos también que Cristo mismo debió morir, que su muerte era necesaria para la salvación. Cuando les dijo a los apóstoles que el Hijo de Dios tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho y morir, Pedro exclamó: «No quiera Dios que esto suceda». Y Jesucristo respondió: «Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres». La Iglesia es Cristo vivo, la Iglesia debe sufrir y morir para poder resucitar. Si la Iglesia se inserta en el funcionamiento de la sociedad y reduce su vida a ese funcionamiento…

—No es la Iglesia…

— No es la Iglesia, sino una máquina dentro de la máquina, lo cual evidentemente sería todavía un obstáculo. Si, por ejemplo, yo soy una máquina y usted coloca otra. dentro de mí mismo, algo que me obstaculiza y me impide funcionar como tal, para poder hacerlo bien tengo que eliminar de mi ser esa otra máquina. La Iglesia, si se reduce a una máquina y se inserta dentro de la sociedad-máquina, sería eliminada, porque una máquina dentro de otra máquina no funciona. Pero la Iglesia es otra cosa, está dentro de la máquina, pero no es de ella. Está en el mundo, pero no es de él. Se debe comprender eso. Por dicho motivo, no debe identificarse, por ejemplo, con los partidos políticos, porque eso significaría reducirse a máquina. La Iglesia no es máquina, es Jesucristo, es el Cristo vivo. 

La Iglesia muere, pero muriendo renace. Esta verdad de la Iglesia renace porque ella recibe su verdad permanentemente, todos los días, y al recibirla se convierte. La muerte y el renacimiento de la Iglesia es también el problema de la conversión. En el fondo la vida en el tiempo — y la Iglesia se encuentra también en el tiempo— se realiza a través de la muerte y la resurrección cotidiana.