En el sur de Alemania, alejado de todo bullicio y resguardado por los legendarios bosques que pueblan la región habitaba el gran escritor alemán Ernst Jünger, fallecido — luego de convertirse tiempo antes al catolicismo— en febrero de 1998, a los 102 años. Próximo al Danubio y cercano a Sigmaringen, baluarte de los Hohenzollern, y a Beuron, el pequeño pueblo de Wilflingen es difícil de encontrar y conserva una paz inconmovible. Se sitúa en lo que se conoce como Alpes Suavos, próximo, por tanto, a la Selva Negra. La que fue residencia de Jünger queda frente al castillo de los condes de Stauffenberg y perteneció otrora al maestro de caza de estos señores. Vivió allí durante más de cuarenta años.
A la hora de mi arribo, el escritor se encuentra aún dando sus acostumbradas caminatas por el bosque. Me recibe su esposa, quien me introduce en esta casa llena de la atmósfera de Jünger y de los recuerdos de toda su larga y notable vida. Piezas antiguas, esculturas y retratos del escritor hechos por los mejores artistas alemanes contemporáneos, libros y fotografías y sus cascos de guerra usados en las dos conflagraciones mundiales en que tomara parte, entre otros. Su marido ha cumplido, a comienzos del año anterior a nuestro encuentro, la edad de 95 años, lo cual ha dado ocasión a importantes homenajes, a entrevistas en televisión y diarios de gran renombre en el mundo, a libros como el ensayo de mil páginas que publicara Martín Meyer, el editor cultural del Neue Zuricher Zeitung y a visitas ilustres, entre las que se cuentan las del Canciller Kohl y de los jefes de Estado de Francia y España.
Impresionan la salud y buena presencia de este guerrero del espíritu nacido en Heidelberg en marzo de 1895, y que ya a los dieciocho años figuraba alistado en la Legión Extranjera. De entrada, me comenta acerca de la tertulia que tuviera en su casa con Kohl y Felipe González, quien le pareció una persona agradable, sobre todo, pienso yo, porque tuvo el acierto de preguntarle de entrada: «¿Qué piensa usted de las corridas de toros?» Respuesta de Jünger: «Me fascinan. Si yo fuera toro, preferiría mil veces caer en la arena y no en el matadero». El tema le interesa. Habla de corridas en Andalucía y en Barcelona. Me pregunta si en Chile hay toros. Pasamos luego a otras latitudes de lo hispánico: América, y en ella Borges, cuya visita a Willingen le resulta hasta hoy inolvidable.
Para tomar la dimensión de este hombre que tenemos al frente es indispensable, empero, detenerse un segundo antes de conversar con él para «Artes y Letras» y hacer una breve memoria mental de su obra y su tiempo. Cuando en 1932 publica su más alabado y controvertido libro, «El trabajador» —donde aborda el fenómeno típicamente moderno de la planetarización de Occidente a través de la técnica—en Gottinga en aquel momento trabajan y crean científicamente Heissenberg, Planck y Pauli; en lo literario y artístico están presentes Hauptmann y Thomas Mann, mientras Rilke y Kafka acaban de morir; tienen curso —asimismo—la pintura expresionista y la música de Richard Strauss y en el pensamiento resplandecen Spengler, Keiserling, Husserl y Heidegger.
«El trabajador» no es, sin embargo, la primera obra de Jünger: es el cierre de una trilogía que preside «El corazón aventurero» (1929) y que continúa «La movilización total» (1931). Se estampan aquí las impresiones maduradas en la guerra: el soldado se ha trasmutado en trabajador, la técnica moldea al hombre según sus necesidades y comienza a tornarse efectiva la profecía de Nietzsche, quien hacía coincidir el fin de la metafísica con el inicio del nihilismo universal.
Antes ya se le conocían “Tempestades de acero» (1920), su primer libro, y «La batalla como vivencia interior” (1922), donde descubre su sentido de la tradición (“La palabra tradición cobró para nosotros un nuevo contenido y vimos en ella ya no la forma cumplida, sino el vivo y eterno espíritu para cuyo establecimiento cada generación tenía que hacerse responsable”). ¿Alguna resonancia de Hegel? Vendrán más adelante «En los acantilados de mármol» (1939), «Heliópolis» (1949), «Diario», «Abejas de cristal», «La visita a Godenholm» y «Las tijeras», obra recién publicada en 1989.
Nos ubicamos con Ernst Jünger en una pequeña habitación contigua a su escritorio, que hace las veces de sala para tomar el té y biblioteca (los libros pueblan toda la casa…). La conversación irá saltando entre recuerdos y referencias acerca de contenidos de su obra. Nuestro escritor me entregará notas y apuntes recientes, con los que quiere reforzar su pensamiento, para que haga libre uso de ellos en esta entrevista.
Abordando el tema de sus contemporáneos, recuerda con agrado «Las elegías de Duino», de Rilke (el poeta fue golpeado también por el abandono del hombre a la movilización general de la técnica) y a Heisenberg y a Heidegger, a quienes conoció, más al segundo que al primero.
Deshumanización
—Los comentarios sobre su obra hacen hincapié que en «Abejas de cristal» usted está meditando sobre el fin de un mundo en el cual las guerras se daban todavía en el marco de cierta lealtad, donde se utilizaban caballos y quienes combatían eran caballeros.
— Sí, claro. Eso terminó con la Primera Guerra Mundial. Antes existía el caballo. Con los burgueses se produce la movilización general; con «El trabajador» hay una movilización completa, incluso de las mujeres.
El personaje principal, en efecto, es allí un ex oficial de caballería, rebajado en su condición humana por la eliminación del caballo en los campos de batalla. El hombre es desposeído de la condición de caballero. Este es sustituido por la técnica avanzada. Los especialistas en Jünger han comentado que el hombre en consecuencia pierde su centro, hoy lo domina una opinión o creencia y pasado mañana otra. Cambia porque carece de fe, la que es reemplazada por mera creencia. Es un apasionado sin pasión, un número inserto en el macrocosmos tecnificado y despersonalizador. Mientras tanto en sus «Abejas de cristal» el autor escribe: «Ahora estos admirables animales se encontraban a punto de desaparecer. Desaparecían de los campos, de las carreteras, y había pasado mucho tiempo desde que habían dejado de comparecer en los campos de batalla. Estaban reemplazados en todas partes por autómatas. Y, corolariamente, los hombres cambiaban también: se volvían más mecánicos, más fáciles de poner en ecuación, y muchas veces uno podía preguntarse si seguía encontrándose entre seres humanos».
— ¿Sería esta deshumanización su teoría de la «Mobilmachung», ¿no es cierto?
— Los viejos estamentos ya no existen. El caballero en mi obra es también el campesino y el clero. Todo eso ha sido destruido por la figura del trabajador, que tiene su propia lengua, la de la técnica. El próximo siglo será por tanto titánico.
Nietzsche dijo «Dios ha muerto». Yo prefiero lo que dijo León Bloy, «Dios se ha retirado», pues pienso que El volverá, pero no en el próximo siglo, sino en el siglo XXII.
—¿Y en qué forma volverá?
— No se puede profetizar, pero volverá… se hará presente… no necesita de teólogos… (De una atenta lectura de la obra de Jünger, la crítica ha extraído, en efecto, que ese tiempo de recuperación es avizorado por el autor como un hecho lejano. Las causas y los efectos de lo que se vive parecen por contraste claros y próximos. El nihilismo se ha apoderado de la existencia del hombre mientras se traba una lucha entre los que han sido cogidos por la tentación del poder y quieren adueñarse del mundo, y los que por su parte defienden una esencia, unos acantilados de mármol, desde los que partirá en ese mañana todavía lejano el vuelo del ángel.
Nuestro entrevistado continúa con estas palabras desentrañando la identidad de su obra:
— El trabajador no es una formación social, económica ni nacional. Todo eso es secundario. El trabajador se representa en diversos estados, así por ejemplo en la gran técnica genética o atómica. Su imagen es una figura mítica. Para mí los mitos son realidades y en la historia se representan las figuras de los mitos. La figura del trabajador constituye de este modo el primer titán, hijo de la tierra y él forma otra atmósfera.
No se debe entender esta estructura desde una perspectiva sociológica o política, sino que primero y esencialmente desde una mítica. El trabajador planetarizado no está todavía más que a medio camino entre el mundo antiguo de los dioses y el futuro de los titanes. Es una etapa de la voluntad de poder, una figura que hasta ahora no se ha debilitado y que va a dominar, creo yo, el siglo XXI. Tengo razones para pensar, como ya dije, que no será sino después, en el siglo siguiente, el XXII, cuando volverá a ser posible una era de la trascendencia, una nueva relación con ella. En resumen, una nueva experiencia de lo sagrado…
— ¿Y sigue usted pensando que el callejón sin salida de ese reino de la técnica, el del trabajador, es el nihilismo?
— Nietzsche dice: «Tengo el nihilismo detrás mío». Con motivo de sus sesenta años,
le dediqué a Heidegger un pequeño ensayo titulado «Sobre la línea», y dije: «Con el
progreso, con el nihilismo, hay una especie de serpiente, y la cabeza ya está sobre la línea». Heidegger contestó a esto con otro ensayo.
El rebelde
No es fácil precisar en términos de filosofía el pensamiento de un novelista. Son raros, por lo demás, los casos de novelistas capaces de escribir filosofía. Las novelas de Jünger tienen una fisonomía épica y lo que realizan no es una literatura ensayística, aun cuando sus recursos sean lírico-filosóficos, como ha observado la crítica. Con todo, y ayudado por esto último, es posible una perspectiva dual.
Tres imágenes caracterizan para él la era contemporánea: el Trabajador, el Soldado desconocido y el Rebelde.
El Trabajador es la figura mítica del principio técnico en expansión apuntando al apoderamiento del mundo. El Soldado desconocido, efecto de la Primera Guerra Mundial, es el descendiente del caballero que nos legara la historia, lo humano, trasladado a la vorágine de lo inhumano tecnificado. Por fin, el Rebelde es el que prefiere el peligro a la servidumbre, y su nombre, «Waldganger», tiene en las resonancias de las lenguas nórdicas el significado de un delincuente condenado por la comunidad a habitar en los bosques, lejos de los suyos, en la absoluta soledad: todos los titanes y sus poderes se dirigen contra él. «Su encarnación más cercana y eficaz, la que Jünger predice en su libro es la de Solzhenitsyn con sus personajes de novela y con su acción inmediata y directa, hoy ineficaz, mañana modelo quizás de una humanidad liberada»,comenta acerca del Rebelde un gran conocedor de nuestro entrevistado, como es Vintila Horia.
— La inmensa transformación que supone en su concepción el paso de la era del caballero a la del trabajador, con el imperio universal de la técnica, trae también consigo, parece, la extensión generalizada de lo impersonal…
— Todo deja de ser personal. Hasta la misma muerte, que es lo más personal que existe, ha dejado de serlo. Esto se ve en los cementerios actuales. Son absolutamente fastidiosos, como el cementerio de Nueva York, por ejemplo, que es algo espantoso. Los cementerios ya no están poblados, están completamente vacíos.
— El vacío del mundo contemporáneo, ésa es otra inquietud suya, ¿verdad?
— Claro que sí. Los mitos, en cambio, no están vacíos; los mitos llenan el mundo. Cuando la historia pierde su sentido mítico, el resultado es muy negativo.
— ¿Qué representa para usted el arte como posibilidad de descubrir y conformar el futuro, un futuro nuevo, basado en claves diferentes de aquellas que usted advierte como dominando el ciclo contemporáneo del imperio de la técnica, la impotencia del pensar metafísico y el nihilismo?
— El arte es lo único, o bien lo que tiene más importancia para la cultura. Pero su manifestación sólo puede esperarse a través del hombre y de su obra personalizada. En el culto a la fealdad que hoy prevalece, eso no es así. Ya hablamos de los cementerios. Vea las ciudades: son como cárceles.
En el primer capítulo de mi libro publicado hace un año, «Las tijeras», señalo que las religiones están muy cerca del arte, pero presumo que el arte las ha precedido.
— Este libro ha sido presentado como una meditación ulterior suya acerca del destino de nuestra civilización.
—En «El problema de Aladino» me preguntaba yo acerca de la capacidad del hombre de nuestra era de la técnica para comprender y gobernar el poderío titánico que ha puesto en acción, y asimismo, acerca de la uniformización de nuestra cultura marcada por la desaparición de la trascendencia. Nuestra indiferencia creciente al respecto de los antepasados y en relación al culto debido a los muertos es significativa.
En la misma línea que algunos de mis libros anteriores, a los cuales he tomado sin embargo alguna distancia, he intentado aquí avanzar en perspectivas que me interesan. Este se divide en dos dimensiones: aquella en la cual las tijeras cortan es decir, donde todo termina con la muerte y aquella donde las tijeras no cortan: la dimensión extática, el espacio del sueño, la región en la cual un salto hacia la trascendencia abre un infinito. Las 186 páginas están atravesadas por reflexiones sobre arte, ciencia, técnica, historia y sobre el horizonte espacio-tiempo.
El libro indica también en qué sentido el próximo siglo verá, en mi opinión, tomar su forma acabada al lenguaje universal de la técnica en el cual se expresa el trabajador en todos sus rasgos. Creo que más allá de las diversas convulsiones que se han producido en nuestra historia después de la Primera Guerra Mundial (el hundimiento de las monarquías, revoluciones y guerras civiles), la única cosa que realmente subsiste y que domina el fondo del panorama es la figura de lo que llamé en 1932 el trabajador planetario, que camina, de hecho, hacia la movilización total de todo lo existente…
En mi último libro distingo, por otra parte, dos tipos de revoluciones mundiales: las que nacen, por ejemplo, con el marxismo y el nacionalsocialismo, y aquellas otras, sobre todo la rebelión de la Tierra, que ponen en movimiento poderosas fuerzas naturales e incluso cósmicas. Si las dos coinciden, la ola puede hacerse gigantesca y transformarse en cataclismo. A esta escala, octubre de 1917 o el nacionalsocialismo pueden aparecer un día como fenómenos de pequeña dimensión… Nietzsche decía que el peor error sería dudar acerca de la voluntad de la Tierra…Y en esto los ecologistas están en la buena senda…
La reunificación y otros debates
La tarea de la reunificación que vive en ese momento Alemania no puede estar ausente de las consideraciones de Jünger:
— La noche en que mi hijo, que es médico, me llamó por teléfono desde Berlín para decirme que el Muro había caído, tuve un instante de emoción. ¡Pensaba que ello no se produciría antes del tercer milenio!.. Pero sí en todo caso debería producirse en algún momento, ya fuese de una forma o de otra…
A diferencia de otros, yo no pienso que la Alemania reunificada sea una amenaza para las demás naciones. ¡Ya estamos hastiados de nacionalismo! Por lo demás, la antigua RDA, con sus 16 millones de habitantes, que vino a juntarse a los 60 millones que éramos nosotros, no es al final más que una gran provincia.
Nuestro entrevistado se refiere enseguida al eventual aporte cultural que puede esperarse de las naciones del Este liberadas:
— Desde el punto de vista de la cultura, yo creo que por el momento el Este nos aporta poco. La mayoría de los escritores fueron constreñidos a hablar el lenguaje oficial del sistema, y por cierto nunca son los mejores los que aceptan esa sumisión. La moralidad del que asume esa actitud es sospechosa y su creatividad anda por lo general a ras de suelo… ¡Pero me imagino también que descubriremos un número no pequeño de cosas valiosas cuando se haya hurgado bien en los cajones!
Se habla de la experiencia que enriquece a los pueblos en la prueba. Es verdad. ¡Pero a condición de que la prueba no dure demasiado pues viene el día en que uno puede llegar a darse cuenta que fueron los abuelos quienes hicieron la resistencia!… En cuanto a la situación que se vive en la URSS, ella no me sorprende… Spengler diagnosticó ya, hace cincuenta años, en «La decadencia de Occidente» «, que Rusia se encontraba en estado similar al imperio de Carlomagno. Uno puede imaginarse que la descomposición del imperio soviético tendrá como contrapartida el fortalecimiento de los rusos…
—Me ha hablado usted de su encuentro aquí con el Jefe de Estado español. ¿Qué puede decirme de su encuentro con el Presidente Miterrand?
— Me dijo que en tiempos de Napoleón yo habría sido nombrado con seguridad mariscal. Y quizás también en un siglo futuro… Observó asimismo también que vivimos una época ambivalente, ambigua, en donde las cosas del pasado han perdido su valor, en tanto aquellas que son nuevas no lo tienen todavía. Yo, por mi parte, le dije al Presidente francés que creía haber aterrizado en nuestro planeta en circunstancias históricas desfavorables.
Ernst Jünger recuerda enseguida ciertas circunstancias de su existencia, duras y peligrosas, vividas durante el Tercer Reich. Como se sabe, su novela «En los acantilados del mármol», éxito de librería en el año 1939, fue interpretada como una crítica al Führer y a sus secuaces, representado en la figura del Gran Forestal. El autor cuenta que estaba ya en el frente cuando supo que en las altas esferas se discutía acerca de su libro. Y agrega:
— Mi libro fue el resultado de un sueño y lo escribí apenas en algunas semanas. Entre nosotros, en la Baja Sajonia, e incluso en mi familia, hay muchos que tienen visiones premonitorias: se prevén muertes, accidentes, incendios… En los acantilados yo tengo la impresión de haber descrito futuros incendios y atroces combates… Premonitoria, la novela parece haberlo sido también en aquello que dice respecto de la atmósfera que precede el atentado contra Hitler en julio de 1944, intento frustrado de una aristocracia muy debilitada para lograr éxito en un complot contra sus carniceros, pero con suficiente coraje como para salvar el honor.
En mi personaje del Gran Forestal quise expresar la perversidad del mal hasta sus raíces metafísicas. La figura mítica correspondía a Hitler, pero podía también convenir a otros, a personajes de más grande envergadura y tan demoníacos. Entre otros a Stalin.
El célebre escritor alemán, tantas veces situado en la controversia política ajena por lo demás a su espectro, explica por qué siendo un hombre lejano a la izquierda, tomó desde un comienzo distancia respecto del nacionalsocialismo:
— Una cuestión de gusto y de estilo. Hitler era un personaje a quien tuve desde el
comienzo desconfianza y aversión. La brutalidad, la vulgaridad y la ignorancia de los responsables del partido era algo que saltaba a los ojos. Hitler sabía explotar con su propaganda todos los recursos de la técnica, y su impacto era inmenso cuando hablaba a las masas acerca del Tratado de Versalles o cuando denunciaba las masacres contra burgueses rusos por parte de los bolcheviques, verdad que desataba vientos de pánico sobre toda la burguesía europea. Pero Hitler era sobre todo un hombre caduco, históricamente demodé, sin ningún vínculo con el futuro.
Nuestro autor se refiere a los intentos del régimen nazi por involucrarlo de manera artificial y burda en su propaganda, a la calificación de «individuo muy peligroso» que recibió al final de la guerra cuando se quiso que dimitiera y fuese juzgado por el Volksgericht, suprema autoridad política del nacionalsocialismo, y bordea la cuestión del atentado de 1944 contra Hitler, que encabezara el conde Stauffenberg, y en el cual muchas veces la leyenda o la crónica lo han implicado. Hablamos también de su conocido contemporáneo Heidegger, sobre cuyo pensamiento «El Trabajador» de Jünger tuvo indiscutible influencia, y a quien su temporal compromiso con el régimen, en la calidad de rector universitario todavía en 1933, le ha puesto hoy en el banquillo de los acusados. Así se refiere Jünger al filósofo:
— Sólo me he topado en mi vida con una persona que me haya producido una
impresión tan mágica, y ese es Picasso. Con Heidegger pasaba algo. Nada semejante se intentó desde los griegos. Tomó partido en 1933, pero rápidamente echó marcha atrás. Cuando cumplí 60 años me envió su carta sobre el nihilismo, que he guardado en una vitrina al lado de una carta de Sade escrita en la Bastilla y de un manuscrito de «La Máquina Infernal» que me ofreció Jean Cocteau cuando acabó de leer «En los acantilados de mármol».
Jünger señala que es muy fácil atacar a un hombre sin hacerse cargo de la situación que vivía. Afirma que Heidegger cuando asumió su puesto en Friburgo no tenía ninguna experiencia política, y que hasta podía calificársele de naif en esta materia. En su opinión, la polémica que se ha desatado no está en todo caso a la altura de quien fue Heidegger. Y concluye con este recuerdo:
—Cuando Heidegger murió en 1976, fui a Meskirch con un pequeño ramillete de lirios silvestres. Su mujer hizo abrir para mí el féretro: el rostro de Heidegger lucía
magnífico, como si estuviese presente. Deposité mi ramillete en el féretro y éste se cerró.
Esta entrevista forma parte del libro:
