Participaciones

Foro Panel: El comienzo de la historia

Con ocasión del relanzamiento del libro “El Comienzo de la HistoriaImpresiones y Reflexiones sobre Rusia y Europa Central”, tuvo lugar en el Instituto Cultural de Providencia un animado y sustancioso debate.

Se transcriben aquí, de su versión magnetofónica, los principales apartes de lo tratado. Ocuparon la mesa monseñor Bernardino Piñera, los profesores Olga Ulianova, Francisco Orrego y Jaime Antúnez, editor de Artes y Letras y autor del libro en cuestión.

Monseñor Bernardino Piñera:

* Monseñor Bernardino Piñera Carvallo (1915 – 2020), obispo de La Serena, Secretario de la Conferencia Episcopal, miembro de número de la Academia de Medicina del Instituto de Chile.

Yo he leído casi paralelamente con el libro de Jaime Antúnez, que tengo aquí, el de Luis Corvalán, titulado “El derrumbe del poder soviético”. Ambos autores son chilenos y ambos tratan más o menos el mismo tema. Sin embargo, los dos libros son muy diferentes y en cierta manera se iluminan mutuamente, se complementan y se justifican el uno por el otro. El libro de Corvalán lo he leído con interés. El autor ha pertenecido al Partido Comunista chileno durante más de sesenta años y ha sido Secretario General, o sea, la máxima autoridad de su partido durante más de treinta años. Además, viajó muchas veces a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y ha permanecido en ella durante varios años, precisamente los que precedieron el derrumbe que analiza en su libro. Su testimonio es el de un autor lejano, pero muy comprometido en el drama que él expone. El libro lo he leído, además, con simpatía, porque no hay en él una sola palabra de odio o rencor, ni siquiera de frustración. Se advierte dolor, sí, pero un dolor sereno. Corvalán no culpa a nadie, trata de entender lo que pasó y de exponerlo y explicarlo en forma desapasionada, casi fría, y él no pierde la fe en la causa abrazada en su adolescencia y tampoco las esperanzas en el futuro.

Pero hay en su libro un gran ausente y es el hombre. Hay discursos de jerarcas soviéticos, acuerdos tomados en congresos, análisis, discusiones, decisiones; pero todo parece abstracto, académico, exangüe, diría yo. No se ve al hombre, no se ve al jerarca ni al militante ni al ciudadano común y corriente. Hay ideas, pero no se oye el latido de ningún corazón humano. Pareciera que los cientos de millones de hombres que formaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los que habitaban los países de Europa Oriental y Central o los que militaban en los partidos comunistas del mundo entero fueran seres abstractos, manejados por circulares o por consignas, no hombres y mujeres de carne, sangre y alma, con anhelos, con pasiones, con esperanzas, con inquietudes. Y es allí donde uno aprecia el valor del libro de Jaime Antúnez.

Él es ajeno al mundo marxista, y crítico de la ideología marxista, y sin embargo, o tal vez por eso mismo, en una corta estada en el lugar de los sucesos que él narra descubre al hombre, conversa con universitarios, con funcionarios, con Popes y monjes, con científicos, literatos y artistas; nos transmite estados de ánimo, esperanzados o depresivos; nos hace sentir el rumor de las muchedumbres y escuchar testimonios íntimos, que nos revelan un pueblo semejante a nosotros, el ser humano que persiste tras un implacable experimento de ingeniería social, que duró 70 años y que aflora hoy día confuso, inseguro, pero vivo, compartiendo nuestras mismas ansias y temores, nuestras esperanzas y nuestros desalientos.

Esto es a mi juicio, el primer mérito del libro de Jaime Antúnez. No nos habla, como lo hace Corvalán, de ideologías abstractas o de políticas en el papel; nos habla del hombre y de la mujer rusos, polacos, checos o húngaros de hoy, y reconocemos en ellos, vivos y concretos, a hombres y mujeres como nosotros, a hermanos.

Un segundo mérito del libro de Jaime Antúnez es el punto de vista en que se ubica para juzgar lo que él ve. No es la actitud habitual del Occidente frente al Oriente o del primer mundo frente al segundo o del mundo capitalista frente al mundo socialista. Casi diría que el Occidente sale tan mal parado como el Oriente. Jaime Antúnez asume un punto de vista independiente y crítico frente ambos mundos culturales, el punto de vista del cristiano, que pocas veces se expresa con la claridad y con la intensidad con que lo hace el autor. Y esto le permite constatar las reservas espirituales y éticas del mundo que comienza su historia y contrastarlas con la decadencia espiritual y moral de la cultura, que aún a veces se llama cultura cristiana occidental; le permite constatar también los destrozos producidos por una cultura atea en la conciencia de los pueblos de Oriente y de Occidente.

El libro, en definitiva, es esperanzador, y es su tercer mérito: muestra la impotencia de las filosofías políticas para transformar al ser humano en sus capas profundas; muestra la fuerza persistente de la fe religiosa, pese a todas las dificultades, porque el hombre la necesita y la desea, porque lleva en sí la huella del Dios que lo creó, y expresa un gran anhelo, que el Occidente no contamine a un Oriente que se abre hacia él, que lo deje buscar su propio camino en la fidelidad a sus tradiciones ancestrales y a su índole religiosa y mística.

Olga Ulianova:

*Olga Ulianova (1963-2016), historiadora rusa nacionalizada chilena, doctora  por la Universidad Lomonosov.

En primer lugar quiero agradecer a los presentes, y a todos los que se reunieron hoy día aquí, por el interés que de esta manera manifiestan por la problemática y los destinos de mi país. Y quisiera nuevamente felicitar a Jaime Antúnez por su excelente libro.

Desde hace ya siete años todo el mundo tiene en mira los acontecimientos que se desarrollan a gran velocidad en la que es ya la ex Unión Soviética. Todos los días, prácticamente todos los medios de comunicación occidental nos traen informaciones breves o extensas, sobre lo que ocurre en Moscú, San Petersburgo, Kiev, capitales bálticas, etc. Pero lamentablemente la mayoría de estas informaciones parten de la mentalidad de las culturas a las que pertenecen sus autores, sin tratar de mirar lo que pasa en otras latitudes, tal vez sin tratar de tomar en cuenta como piensan, como sienten, como viven los hombres de aquellos lados. Y a mi modo de ver, el gran mérito del libro de Jaime Antúnez es que nos muestra lo que pasa hoy día en Rusia y en los países vecinos, no solamente como acontecimientos de la coyuntura política, sino que trata de comprender desde sus raíces estos procesos, a través de una visión de la cultura, de la identidad nacional, de la espiritualidad, de la religiosidad de mi pueblo. Y en realidad este es el único camino para comprender qué es lo que ocurre allá. Las visiones desde el punto de vista de las ciencias políticas occidentales generalmente nos dejan una percepción que queda más o menos en la misma dimensión de ideologías, proyectos, conceptos, de un lenguaje hermético, que efectivamente no deja espacio para el hombre. Igual como los esquemas herméticos y cerrados marxistas, que trataban de explicar la realidad de aquellos países y del mundo en general, y que tampoco sirven. La única manera de poder comprender la vida social del hombre es también tomando en cuenta su dimensión espiritual. Y esta es la visión de los procesos que ocurren en Rusia, en Europa oriental, que presenta el libro de Jaime Antúnez.

Me parece un hecho extraordinariamente maravilloso que en los viajes tan cortos que Jaime hizo pudo comprender y -lo que me parece aún más importante- sentir mejor el mundo ruso, el mundo eslavo, su cultura, su espíritu, que mucha gente, muchos occidentales que hasta han vivido años y décadas en mi país. Y me parece que lo que hizo posible esta comprensión mucho más profunda es la visión, el enfoque cristiano de este libro. Si nosotros hablamos de la cultura rusa, de su cultura milenaria, vemos que es una cultura de una religiosidad, de un sentimiento cristiano muy profundo, que se conservó a pesar de todo y debajo de todos los ropajes ideológicos. Hasta podríamos decir que el mismo advenimiento de las ideas revolucionarias en Rusia, hasta el marxismo en Rusia, no era lo mismo que el marxismo en el Occidente: era una especie de religión, pero una religión que en vez de Dios intentó poner un ídolo y tal vez por eso fracasó. A nosotros ahora presenciando las reformas muy profundas, que van por caminos absolutamente desconocidos, que ocurren en la ex Unión Soviética, en Rusia y los países vecinos -tal vez no tenemos recetas para esas reformas económicas, para esas reformas políticas- de repente todo lo que ocurre allá, en estos ámbitos, nos parece un túnel oscuro y sin salida. Sin embargo -los acontecimientos recientes lo demuestran–, la gente que vive allá no pierde la esperanza y no pierde la fe. Y esta es la misma fe que durante milenios ha podido conservar a este pueblo; es la misma fe que le permitió durante tres siglos mantener su identidad cultural bajo el yugo tártaro, conservar su idioma, conservar su religiosidad; que le permitió conservar su espíritu bajo las formas más distintas del dominio imperial, tanto del imperio occidental de San Petersburgo, de Rusia, como también del imperio comunista, porque en definitiva lo que se quiso implantar bajo la forma de un sistema comunista en la ex Unión Soviética fue otro intento del mismo proyecto del imperio global mundial, que en una u otra forma ha aparecido en la historia rusa.

La misma fe entonces es la que se conserva. Tal vez más que la fe en uno que otro proyecto político o en conceptos occidentales de libertad o democracia, nuevamente concebidos como conceptos abstractos. Es, empero, la fe en que Rusia puede llegar a tiempos mejores, esta fue que se hizo valer en el referéndum que se dio hace pocos días en mi país, y que a pesar de todo, a pesar de todas las crisis, a pesar de la aparente falta de proyectos y de la oscuridad, demostró que el pueblo no pierde la fe y no pierde la esperanza.

En el siglo pasado, el gran poeta ruso Tiutchev escribió que Rusia no se puede medir con las medidas habituales, que tiene su estatura especial, y que, por fin, en Rusia se puede solamente creer, sólo se puede tener fe en ella. Y el libro de Jaime Antúnez tiene esta enorme fe en Rusia y enorme fe en el hombre; yo creo que este es su mayor valor.

Francisco Orrego Vicuña:

* Francisco Orrego Vicuña (1942 – 2018). Jurista, diplomático, fue presidente de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.

El libro que tenemos la oportunidad de comentar esta tarde, en parte conscientemente, pero en parte quizás inconscientemente, ha llevado a Jaime Antúnez a participar en una de las grandes polémicas sobre los enfoques relativos al papel de determinadas naciones e imperios en las relaciones internacionales contemporáneas. Y es a este campo específico que quisiera referirme.

La polémica que Jaime ciertamente tiene presente en su libro, y que su título así lo insinúa, es el “comienzo de la historia” versus la tesis de Fukuyama del “fin de la historia”. Pero al mismo tiempo, cómo vamos a tener ocasión de comentarlo, hay un problema en el sentido metafórico, si se quiere, en cuanto quizás no estemos frente a un fin ni a un comienzo, sino que, como lo han destacado los que me precedieron en el uso de la palabra, estamos quizás frente a un aspecto más bien de reencuentro de Rusia con su historia. Y es a este ángulo que también quisiera referirme, como preámbulo, de la escena internacional más amplia. Para este efecto he traído un mapa que es interesante en cuanto muestra qué es lo que es la antigua Unión Soviética hoy día, dos años después, virtualmente, de su explosión formal como imperio. Y este mapa lo que muestra en primer lugar es la inmensidad de Rusia actual, desde el Báltico, por una parte, tocando algunas áreas del Mar Negro y el Caspio, por otra, extendiéndose por todo el continente europeo, para comenzar; el centroasiático y el extremo asiático, para continuar.

Esa influencia de Oriente en cuanto a la geografía -las estepas, las llanuras, las montañas- determinó que Rusia en realidad fuese una potencia en medio de dos mundos, histórica y contemporáneamente. Es el Oriente, por una parte, fuente de invasiones, como se lo escuchábamos a Olga, tártara y otras; pero también es Occidente, en cuanto al corazón de la Rusia más tradicional. Y esta situación determinó en gran medida una política de equilibrio ruso a través de la historia, en que, frente a determinadas amenazas que venían de las estepas, tenía sus contrapesos en culturas occidentales, llámense Alemania o Polonia o Suecia, o muchas otras, incluyendo los estados bálticos, que tuvieron una presencia importante en esta historia de Rusia. En particular quisiera destacar el papel de Polonia en este sentido, que llevó a que fuera el punto más directo de nexo entre Rusia y Occidente, con todas sus ventajas y desventajas.

Una nación que se extiende en dos y más continentes -porque formalmente se habla de Europa y Asia, pero en realidad estamos frente a Europa, parte cercana al Medio Oriente, luego Asia Central y así sucesivamente, dos continentes y más, varios océanos, el Atlántico a través del Báltico, el Pacífico, el Ártico, además de varios mares, el Mar Negro, el Caspio, el acceso al Mediterráneo y otros-, una nación que tiene esas características tiene un papel global por esencia y naturaleza. ¿Y esto a que me lleva? Me lleva a sostener que no hay una desaparición de Rusia de la escena internacional. Es un error, a mi modo de ver, pensar que Rusia se eclipsó y hablar del unipolarismo internacional, que habría sólo una gran potencia, Estados Unidos. Eso puede ser así en forma transitoria, porque Rusia está llevando a cabo un reordenamiento transitorio y parte de ese reordenamiento se basa, como bien lo señala el libro de Jaime, en toda una explosión de nacionalismos, que dieron origen a muchas de las otras repúblicas, algunas de las cuales están en pugna entre ellas o en pugna con Rusia o en otras situaciones de suyo complejas. Pero esos propios nacionalismos están también en la raíz histórica de Rusia y han sido parte de su fuerza en el plano internacional.

Y aquí es donde hago la ligazón con la segunda gran polémica en la que participa Jaime Antúnez, quizás ésta de manera inconciente. Se ha sostenido la tesis, por un historiador americano, Paul Kennedy, la tesis del fin de los imperios, desde los imperios históricos (España, Napoleón, Rusia y también Estados Unidos), en cuánto a que incurrirían en una determinada etapa de sobre extensión estratégica, comprometiendo recursos más allá de sus medios -presencia militar en el mundo, capacidad bélica, nuclear hoy día, y otras manifestaciones-, que por ir más allá de sus medios, determina un proceso gradual de decadencia. Entonces, frente a esa tesis, lo que estamos viendo es que efectivamente la Unión Soviética sufrió, tal como lo anticipó Paul Kennedy, el fenómeno de explosión; pero hoy día Rusia, a la luz de su antecedente histórico y de lo que se ve, no es que haya desaparecido, sino que está en una fase de repliegue estratégico en función de su reordenamiento.

En esto han influido, a mi modo de ver, dos órdenes de factores, que aparecen sumamente claros en este libro, pero a veces no directamente relacionados con ese papel internacional. El primero es el factor interno, lo que el libro describe con mucha propiedad en términos de la fuerza que proviene de la Rusia interior, incluyendo su tradición oriental, y que la hace distinta de la Europa occidental: todo es actitud de contemplación y de fuerza frente a la actitud de tensión y desilusión de culturas occidentales. Esto, por lo demás, está muy bien reflejado en la edición del libro, donde aparece por una parte un icono, en la página 82, qué es expresión de gran calma y de gran placidez, y al poco andar aparece también una pintura religiosa europea occidental, que muestra crisis y dimensiones de angustia; son expresiones del arte, pero que reflejan el espíritu de una sociedad. Ese es un factor interno, unido a otros elementos de nacionalismo y de rescate de creatividad, que está presente en este reordenamiento y posible relanzamiento ruso en el futuro.

Y hay también un orden de factores externos, que está claramente expuesto en el libro de Jaime. El primero es la visión extraordinaria que tuvo el Papa Juan Pablo II cuando -por dimensiones espirituales y por su experiencia en Polonia, tierra que, como mencionaba, era la que relacionó a la Europa occidental tradicional con la Rusia histórica- comprendió el fenómeno, lo anticipó y pudo verdaderamente pronosticar cuál era el fin de una sociedad, de un tipo de gobierno que estaba basado en criterios y en valores que eran enteramente antitéticos con esa tradición y con su energía y fuerza espiritual. Y si a alguien le podía caber alguna duda, hay otra foto famosa en el mundo, pero también muy apropiadamente recogida en la edición del libro, en la página 25, una foto del día primero de mayo de 1990, en la Plaza roja, contra el telón de Marx, Lenin y algunos patriarcas del comunismo, una foto de las muchedumbres llevando un Cristo crucificado en una procesión. Eso lo decía todo, no había que ser adivino ni había que realizar una especulación para comprender hacia donde se dirigía esa sociedad. Debo mencionar que, junto con esa visión del Papa Juan Pablo II, hubo otra persona que la tuvo, más criticada, porque naturalmente se trataba de un líder contingente, que fue el presidente Reagan en los Estados Unidos. El presidente Reagan lanzó toda su política de la “guerra de las galaxias”, con una enorme inversión por la cual Estados Unidos está pagando hasta el día de hoy. Pero la lanzó con el fin expreso de provocar a Rusia en una carrera armamentista que Rusia no estaba en condiciones de resistir, y tanto no estuvo en condiciones de resistir que entró en el proceso de crisis que estamos describiendo.

¿Qué es lo que cabe esperar, a mi modo de ver, hacia el futuro? (Y el libro de Jaime también lo insinúa).

Primero, a la luz de los antecedentes históricos, no me cabría ninguna duda de qué va a haber en Rusia un gobierno fuerte. Ya el referéndum a que se refirió Olga lo está mostrando en alguna medida. Va a haber una reagrupación de fuerzas políticas, porque es la tradición que ha tenido siempre Rusia en sus momentos de crisis, que los ha habido muchos. Tras una crisis violenta y profunda surge Iván el Terrible, o tras un fenómeno similar surge Pedro el Grande o Catalina de Rusia, todas autoridades fuertes. Esa reagrupación, a mi modo de ver, se está manifestando y va a ser la que va en definitiva a predominar. Y en ese sentido, de paso, menciono que el papel débil de Gorbachov, que también lo refleja el libro, estaba destinado de antemano al fracaso, porque era un esfuerzo genuino, pero un esfuerzo que no tenía destino desde el punto de vista de tratar de conciliar un sistema que no funcionaba con una modernización que tampoco funcionaba, y era contrario a la tradición. Pero lo que me parece más interesante es señalar, en conclusión, es que así como va a haber ese gobierno fuerte, esa reagrupación y ese reordenamiento, va a haber con seguridad una proyección internacional rusa nueva, porque está en su geografía y está en su historia. Y en ese sentido es que, como manifestaba al comienzo, quizás no es un problema de fin de la historia y de comienzo de la historia, sino que de reencuentro de Rusia con su historia.

Jaime Antúnez Aldunate:

* Jaime Antúnez Aldunate (n. 1946), editor Artes y Letras de El Mercurio 1980 – 1995. Miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile; actualmente Presidente de la misma. 

Yo quisiera decir -y me parece que de esta manera entro en lo que a mi juicio es el nudo del tema, el nudo del libro- porqué escribí el libro.

Soy una persona que por mi profesión viajo mucho, he recorrido una infinidad de países, entrevistando a personas eminentes y a personas corrientes, de las más diversas culturas, y debo decir que ninguna experiencia de viaje fue para mí tan impresionante, tan fuerte y tan enriquecedora como la que se origina en los que hice a los países del Este, quiero decir a Europa Central y a Rusia, muy especialmente. La verdad es que el recoger esta experiencia, el madurar esta experiencia significó para mí una suerte de verdadero comienzo. De ahí quizás que me surgiera la idea del título del libro; en ningún caso por entrar en debate con Fukuyama (aún cuando algo tenía que ver el desarrollo de mi tema con el planteamiento de Fukuyama, desde un punto de vista muy diverso por cierto).

Me pregunté yo así, enseguida, que hacía que los rusos fueran no sólo un pueblo tan afable y tan grato de tratar, sino también un pueblo tan afín con la cultura e incluso con la religión, y dejo aparte aquí los contactos que pude haber tenido con representantes de la jerarquía ortodoxa o de la jerarquía católica. Fue interesante, en efecto, a los pocos días de estar en Moscú, reunirme en la Facultad de Física de la Universidad de Lomonosov con un grupo de alumnos de tercer año, de los cuales sólo uno tenía una abuela cristiana, que estaba interesada en que él se bautizase -los temas no tenían vínculo alguno con ninguna religión organizada-, para constatar cómo la conversación, versando sobre los aspectos más diversos, constantemente se dirigía a la cuestión religiosa. Las metáforas que ellos usaban para explicar asuntos de índole cultural siempre hacían alusión a temas religiosos, y desde luego se veía y se podía observar en ellos un alto quilate cultural. Yo tuve la suerte de estudiar en Europa, y puedo decir que mis compañeros de estudios y los colegas de universidad no tenían el nivel cultural, en temas humanísticos, que yo pude observar en esos estudiantes de física, que además no es una carrera humanística. Es decir, ellos conocían muy bien toda su literatura, toda su pintura, todo su pasado, pero no sólo el de ellos sino que también el europeo. Y tanto a mí como a un colega periodista que me acompañó en el viaje nos hizo asombrarnos verdaderamente el nivel a que una conversación con esta gente podía llegar. Esto pude, asimismo, irlo constatando en las conversaciones diversas que tuve con distintas personas, especialistas en determinadas materias o artistas, lo que fuera.

Una cosa que muy rápidamente me llamó la atención, y por contrapunto con lo que uno constantemente ha estado escuchando o lo que ha sido el prisma de análisis de las realidades del mundo comunista visto desde Occidente -nosotros hablábamos siempre desde el mundo de la libertad, desde el mundo libre, frente al mundo oprimido- es que los rusos, desde luego no se consideraban carentes de libertad, sino que tenían una idea de la libertad distinta de la nuestra. Es decir, ellos, por de pronto, daban por hecho que libertad política no habían tenido nunca, ni durante el régimen comunista, en que habían sido indudablemente subyugados y maltratados en este campo, más que en ningún otro periodo de su historia, pero tampoco antes, y entre tantos y continuaban cultivando algo que llamaban libertad interior. Y esto también lo pude observar en jóvenes, en críticos, en pintores, para por fin escuchar la formulación más completa de ello en Tatiana Goritcheva, una muy conocida disidente que ha vivido también en Occidente. Ellos conciben la libertad como una realidad espiritual interior; es algo, hasta donde yo conozco, propio de la espiritualidad ortodoxa, algo que es bastante afín con esa espiritualidad. Sin embargo, es algo que está muy adentrado en la cultura rusa. Y fue así, poco a poco, que se me abrieron los ojos, en el contacto con esta realidad, con lo más propio del hombre ruso, como muy bien ponderó monseñor Bernardino Piñera. Realmente llegando a un contacto muy directo con el hombre de esas tierras, la conversación con ellos pudo ser luminosa para entender entonces esta realidad.

Ahora, algo de lo más interesante fue poder irme dando cuenta del profundo desencuentro cultural entre este orbe en que ellos viven y han vivido desde siglos y la realidad ideológica que les fue impuesta. Es decir, me dio la impresión, muy rápidamente —a pesar de que caminando por las calles de Moscú de pronto uno veía un sobrerrelieve, en un edificio residencial o de oficinas, con unas figuras musculosas, y una leyenda escrita en letras cirílicas que decía: “aquí construimos el comunismo”—, me dio la impresión, repito, que la ideología comunista, a pesar de 74 años de imperio, no había logrado en Rusia hacerse cultura. Había dejado a la cultura rusa malherida, eso es indudable. Baste decir, por ejemplo, que en este grupo de jóvenes al que hacía recién referencia ninguno tenía nociones muy claras en lo religioso y su información ética estaba confundida por patrones que les eran enseñados en la universidad según los esquemas entregados por el Partido. No obstante, había más allá de todo eso un transfondo de cultura que al parecer se transmitía de generación en generación, por las familias, y que hacía que la realidad rusa continuase siendo algo distinto, mucho más vinculada a las realidades del espíritu, que lo que uno podría haberse imaginado siguiendo el dictamen de los estereotipos más divulgados en Occidente.

¿Cómo se explica esto? Al último, pienso yo, por el hecho de que lo que vivió políticamente durante este siglo Rusia, es la expresión ideológica más radical de un contexto cultural que le es ajeno, el de la Ilustración, del cual se desprenden vertientes agnósticas, vertientes ateas. De una de sus vertientes ateas más radicales nace esta formulación ideológica que se impone, a partir del año 1917, en la llamada revolución de octubre. Pero ello sucede en un mundo que es de origen Greco cristiano, bizantino, que no ha tenido el Renacimiento ni ha tenido la Ilustración, que sigue además siendo lo que siempre fue, y que no tiene ninguna fórmula de enlace con este proceso ideológico racionalista que proviene de Occidente, cuya expresión ideológica más radical nace en el confín de Alemania y Francia y se impone políticamente en Rusia en el año 1917. Esta imposición, a mi juicio, hace las veces de una lápida. Una lápida que produce el efecto de qué el pueblo ruso durante todo este siglo, no encontrando fórmula de enlace con esta situación que él era impuesta, viviese más bien de sus raíces culturales, raíces de profundo contenido espiritual e incluso religioso. Curiosamente, el secularismo que hay invadido la cultura de este siglo —especialmente en nuestro hemisferio— parece así haberles tocado menos. De ahí tal vez ese cierto frescor que se percibe en el contacto con el mundo ruso. No nos imaginemos un cuadro de paraíso ni situaciones idealizadas, pero hay un cierto frescor que contrasta con una modalidad racionalista cansada, muy prevaleciente en el mundo occidental.

Me parece a mí que, sin duda, es un elemento interesante a considerar, como factor que apoya esta formulación, el hecho de qué en todo un siglo -ó en 74 años- en un pueblo indudablemente muy inteligente, como es Rusia, con una gran cultura, no hubo ningún gran teórico -fuera de Lenin, el fundador-, ningún gran teórico de la filosofía marxista. En tanto si esta filosofía, que tuvo su imperio político allá, alcanzó un amplio desarrollo en Occidente: desde Gramsci, la escuela de Frankfurt, Adorno, Habermas, Marcuse, Sartre hasta los teólogos de la liberación. A pesar del talante pensante, de su profunda cultura, de una potente inteligencia, Rusia no entregó ningún Soloviev, ningún Berdaiev de la doctrina comunista. Y otro tanto, a mi juicio, sucede por extensión en los países de Europa central, que también —y éste ya sería un fenómeno un poco más largo y complejo de analizar— a partir de Yalta sufren una suerte de congelamiento, y tampoco de estos países surge ningún gran pensador en dicha dirección. Es ese desencuentro, a mi juicio, el que hace que estos pueblos hayan seguido viviendo de su propia raíz cultural, que es una raíz de profundo valor espiritual. Tal situación, por su parte, nos permite, no en el corto plazo pero si en el mediano o en el largo plazo, augurar esperanzas de que, una vez que resuelvan su situación política y logren una formulación adecuada, sea por la vía de un régimen autoritario, como supone Francisco Orrego, sea por otra fórmula, puede entonces este fondo cultural, este fondo de alma de ellos, florecer y expandirse, y ser incluso una inyección de espíritu para el mundo occidental, que mucho lo necesita.

Intervenciones del Público

-Felix Schwartzman (escritor y académico): Concuerdo con todo lo que se ha dicho acerca de la obra de Jaime Antúnez, pero quiero señalar solamente lo siguiente. Que veo yo como trasfondo de la obra una advertencia -algo de ello ya se dijo-. Es decir, ese cántico triunfalista de Occidente frente al derrumbe de Oriente me parece revelar una profunda falta de conciencia histórica, peligrosísima. Yo pienso que si no por las partes de que consta, por la relación entre las partes, Occidente está tan gravemente aquejado como lo estuvo Rusia. En el fondo, eso es lo que dice Antúnez, me parece a mí, porque a menudo se deja entrever que los rusos mismos critican la democracia, le temen a la democracia, es decir, por una especie de intuición muy particular, de tipo histórico, entrevén que no puede ser un salvacionismo lo que caracteriza a Occidente.

De manera que hay la duda, aunque se pide amparo, pero hay la duda. Es una advertencia, porque si se señala, como yo lo he señalado en una obra que se llama “El libro de las revoluciones” —qué tiene alguna afinidad con el libro de Antúnez—, que si el marxismo supone la frustración de una larga tradición occidental, la Ilustración, nosotros estamos dentro de esa frustración y dentro de esa tradición. La extrapolación de la economía de mercado —y lo ha dicho Juan Pablo II — a lo infinito, sencillamente enfrenta al hombre a la más profunda de las crisis que haya tenido que vivir, y esto ya ha comenzado a actualizarse aquí en Chile, con una competitividad que primero parece inocencia, juego trivial de competencia, pero que en el fondo está actualizando riesgos gravísimos.

-Eduardo Gomien (ingeniero y ex ministro de Estado): Una pregunta pragmática dentro del aspecto político que ustedes han mencionado. Es lo siguiente: el costo. Aquí nosotros pudimos ver el problema que hubo para poder transformar una política económica semisocialista de Estado a una política semiabierta, porque todavía el control total de la moneda sigue en manos del Banco Central. ¿Cómo se maneja aquello en un país tan grande como Rusia? Dos, con tanta dificultad de comunicación. Tres, con una absoluta falta de capacidad diferencial y de producción. Cuatro, con un cambio absoluto de un régimen de mano firme a justamente que cada uno haga lo suyo. O sea, a mí me complica la manera de poder hacer realidad este cambio entre un pueblo que ha estado siempre acostumbrado a que lo manden, y quiere que lo manden, y que lo manden bien, y que en un momento dado le dicen: “Mire ahora por usted, y produzca».

-Olga Ulianova (historiadora): Me parece un problema realmente muy importante. Todo cambio implica un costo. En un país muy grande, los problemas por consiguiente también son muy grandes y los costos son mayores. Ahora, lo que tal vez uno puede pensar: ¿cuál costo sería mayor, el costo de los cambios o el costo de intentar dejar las cosas como estaban?