ENTREVISTAS
Eugène Ionesco en el libro "Crónica de las ideas: En busca del rumbo perdido"

«…Una historia llena de ruido y de furia…»

Continuador de la gran tradición de Sófocles y de Shakespeare -«el mundo es una historia llena de ruido y de furia, contada por un idiota»- para Eugène Ionesco su obra era un camino de búsqueda del absoluto expresada en los términos de un teatro de la risa, de lo grotesco o de la burla.

Atravesando el Boulevard Montparnasse, cerca del café «La Coupole», camino al departamento del dramaturgo rumano -fallecido un mes después de que se realizara esta entrevista para El Mercurio, en septiembre de 1994-, pensamos en los diferentes momentos de su vida.

Tumba de Eugène Ionesco en el cementerio de Montparnasse en París.

Cuando en estos mismos alrededores, por ejemplo, desafió y fue desafiado por los estudiantes de mayo de 1968, a quienes entre pedradas, acompañado de su editor Gallimard, gritó enfurecido: «llegarán a ser burgueses». O antes, cuando en 1938, a los veintiséis años, abandonó definitivamente su Rumania natal para instalarse en una Francia empapada del dadaísmo y de la irracionalidad del surrealismo; e iniciar un recorrido que resultará ser al cabo una suerte de parábola del itinerario cultural de la Europa de este siglo.

Lo encontramos acompañado de su esposa, fiel compañera de toda una vida, que lo cuida en un día en que su cuerpo se muestra cansado, pero su mente está lúcida como siempre.

Usted ha dicho que su teatro es autobiográfico.

Sí, en gran medida mi teatro es autobiográfico.

La crítica, sin embargo, le ha dado una interpretación distinta…

Cada pieza es el resultado de una experiencia vivida o de uno de mis sueños; no es, como ha dicho la crítica, teatro del absurdo. El teatro del absurdo no existe. Lo llamaron así porque era algo nuevo y no sabían qué nombre darle. En los años 50, y antes, se hablaba mucho del absurdo. Sartre, Camus, Merleau-Ponty hablaban del absurdo. Martin Esslin, el crítico inglés, influido por estos autores, agrupó entonces mi teatro, el de mi búsqueda, con el calificativo de teatro del absurdo, pero es una etiqueta. Yo lo llamaría teatro de la risa, de lo grotesco o de la burla. Hay un joven crítico, que lo denominó así, teatro de la burla, es decir, un teatro donde no se toma en serio lo que ocurre en el mundo.

En su libro “La búsqueda intermitente” (“La Quête Intermittente, Gallimard 1987”), usted dice que su vida siempre se ha dividido, incluso como una lucha interior, entre la inmortalidad de la gloria literaria y el sentido de la eternidad.

Durante toda mi vida he buscado a Dios, he buscado el absoluto. Y La búsqueda intermitente refleja también esa búsqueda del absoluto. Lo otro, la inmortalidad, es una preocupación falsa y provisional; son los divertissements, un pobre sustitutivo…

Por lo tanto, su teatro y su obra en general están llenos de sentido.

No.

¿Son entonces búsqueda de sentido?

Son la búsqueda de un sentido que no encuentro en este mundo. Y también son otras cosas: en este teatro, que más bien debemos llamar de la burla, hay asombro, está la realidad de la irrealidad, en fin, están otros varios temas.

Retomemos lo del absoluto, que parece tan definitivo en usted…

Lo que me falta es el absoluto. Busco lo que Mircea Eliade llamó lo sagrado, es decir, lo real. A Dios, a quien he buscado, sigo buscándolo, seguiré haciéndolo hasta la muerte…

Debo confesarle que a partir de la edad de la razón o de la sinrazón, desde pequeño, me encuentro en estado de asombro. Lo más asombroso para mí es la presencia aquí y ahora de usted, de mi mujer, de su señora o de la casa en que nos encontramos. No comprendo el mundo. Esto le ha sucedido a muchas personas, pero olvidan; buscan un sentido, pero luego olvidan. Olvidan la muerte. Por eso pueden vivir. Yo, como digo, estoy en estado de asombro y me pregunto, como Leibniz, por qué en vez de la nada existe algo. La segunda pregunta posible, correlativa a ésa, es por qué predomina el mal y no el bien. Y entre tanto estoy aquí y amo el mundo permanentemente. ¿Pero qué es esto? El mundo me parece inverosímil…

De vez en cuando tomo partido, en momentos de olvido, como en El Rinoceronte, cuando hablo, por ejemplo, en nombre de una ideología anti totalitaria. Al hablar así, olvido mi propia situación fundamental. Pero luego me pregunto, ¿qué es esto?

¿Mas podría decirse que si está en permanente búsqueda, algo ha encontrado? Tal vez las personas que prefieren olvidar, esas nada encuentran. Usted durante toda su vida ha vivido, así, en comunión con el misterio… 

Pero no he encontrado aunque busco y buscaré siempre.

Usted ha confesado ser un gran admirador de San Juan de la Cruz, ¿verdad?

Y también, si no me equivoco, de Pascal.

Sí, y de Santa Teresa de Ávila.

¿Por qué?

Porque encontraron un sentido, un Dios que yo deseo pero que no encuentro.

Alguna crítica ha definido su teatro, así también el de Beckett, como metafísico y no político ni social.

Con excepción de El Rinoceronte y Délire à deux, nada es social en mi teatro, todo está más allá de lo social.

Después de “La cantante calva”, obra sobre el vacío del lenguaje, tenemos “Las sillas”, una obra sobre el vacío ontológico. ¿Diría usted que su teatro es el teatro de la ausencia?

Sí, es el teatro de la ausencia. Las sillas, escrita en 1952, con sus trozos de diálogos cortados, fue una obra premonitoria en cuanto a la total ausencia de sentido. Mi mujer y yo, que aparecíamos en escena, terminaríamos siendo como los viejos de esa pieza… En todo caso, en esa época, cuando la escribí, tenía visiones sociales.

¿Cuáles?

Las ambiciones a las cuales los viejos se refieren en broma. A él le habría gustado ser alguien, ser una persona importante.

En cuanto a usted, llegó sin duda a serlo…

No me interesa.

Sin embargo, aun cuando a usted no le haya interesado el mundo, aunque lo haya criticado mostrando sus debilidades y contradicciones, el mundo se ha interesado en usted. Tal vez, uno de los grandes mensajes de toda su obra consiste precisamente en mostrar cómo el hombre moderno se distrae en lo demasiado visible mientras no logra encontrar el sentido.

Pareciera imposible encontrarlo… Tal vez sólo los místicos, como san Juan de la Cruz o santa Teresa de Ávila, encuentren ese sentido.

¿Y Maximiliano Kolbe, sobre quien hizo un libreto para una ópera, y que no es un místico, sino un confesor y un mártir?

El hecho de dar la propia vida por otro me parece una de las cosas más milagrosas de este mundo y es prueba de una fe absoluta de la cual carezco y que deseo tener.

“El Rinoceronte” ha sido definido como el símbolo del hombre deshumanizado por el universo totalitario. ¿Tiene actualidad dicho símbolo en la situación política y social del mundo de hoy, donde ya no se practica el totalitarismo, por lo menos en su aspecto político y militar?

Sí.

¿Por qué?

Los rinocerontes son los totalitarios, los comunistas, los fascistas; pero también son los seguidores de ideas ajenas o recibidas. Eso ocurre, por ejemplo, con la falta de libertad frente a la moda. El objetivo de esa pieza fue enseñarle a la gente a pensar por sí misma. Es grave, cuando todos siguen una determinada línea de pensamiento, decirse: «¿Cómo puedo tener derecho a pensar lo que los otros no piensan, cómo atreverme a no pensar como los otros?». Traté de mostrar a un hombre que, a pesar de todos sus defectos intelectuales, puede no pensar como los otros.

Cuando usted escribió “La cantante calva”, era la época del teatro de lenguaje político. ¿Qué piensa usted del teatro político, como el de Sartre y otros autores?

Se ha dicho que Sartre era la conciencia de su época. Yo creo que era la inconsciencia de su época. Fue marxista, existencialista, estuvo con Cohn-Bendit y con otros…

¿Es realmente teatro, el teatro políticamente comprometido?

El Rinoceronte es una pieza comprometida. Así como uno puede divertirse, también es posible escribir piezas comprometidas, pero en un plano de segundo orden. Ahí no está presente la verdadera metafísica, el problema del absoluto, con la interrogante que todos nos planteamos.

Ionesco explica el sufrimiento que significó para él la presión para reclutarlo en el teatro políticamente comprometido: «En varios de mis debuts tuve discusiones con un conocido crítico Kenneth Tynan, que me decía que si lo deseaba, sería yo el más grande autor contemporáneo. ¿Cuál era la condición? Hacerse brechtiano… El compromiso, al fin, significaba inscribirse en el Partido Comunista, el gran Moloch de los intelectuales».

Alguna vez dijo usted que una literatura sin religión no tiene sentido.

Hace mucho tiempo, cuando era joven y recién comenzaba en el teatro, le dije lo siguiente a un crítico muy conocido, en Rumania: «Si Dios existe, no tiene sentido alguno hacer literatura. Si Dios no existe, no tiene sentido alguno hacer literatura». La cantatrice chauve es la destrucción del lenguaje y la destrucción del sentido; La leçon también. En la primera yo desarticulaba el lenguaje, pero lo hacía alegremente, porque era joven y podía deshacer en migas el sentido o el falso sentido y el idioma. Más adelante, esa destrucción del sentido fue siendo cada vez más dramática, como en Tueur sans gages y sobre todo en mi última pieza, Voyages chez les morts. El lenguaje se quiebra completamente. Mi búsqueda del absoluto se realiza tratando de encontrar un metalenguaje. 

Me parece que con el tiempo usted se ha vuelto indiferente a las palabras. En esta dirección ha criticado, en la literatura moderna, lo que ha calificado de estupideces literarias actualmente de moda, que sólo sirven para olvidar las cuestiones fundamentales…

Bueno, he escrito mucho y no digo que las palabras sean más insensatas que otras cosas. Todo es insensato. La saturación -había compuesto más de veinte obras- me impulsó entonces a la pintura. Y por eso me dediqué a la pintura, para escapar a las palabras…

Portada del libro y firma de Eugène Ionesco

Era una pintura de autodidacta, no era buena; pero en definitiva me tranquilizó. Es lo único que me ha tranquilizado un poco en la vida. Y lo extraordinario de la pintura es su naturaleza misma. Cuando uno está frente a un cuadro y lo observa en su conjunto, experimenta la impresión de la eternidad, de la totalidad de la unidad. Al observar un cuadro, se puede ver de inmediato cómo es. En cambio, al leer, por ejemplo, una novela, uno sigue y sigue leyendo… Llegué a decirme que me habría gustado ser pintor. Sí, me habría gustado ser un Vermeer.

¿Le gusta Vermeer?

Mucho, y también Canaletto y Klee.

¿Por qué ellos tres?

Me gusta Vermeer porque refleja una certeza de la existencia de Dios. Uno siente eso en su obra impregnada de calma. Me agrada Canaletto porque suele mostrar el mundo con mucha gente aparentemente feliz. Y cuando veo sus cuadros me dan ganas de entrar en ellos.

¿Y Klee?

Klee es un pintor metafísico. En su obra siempre está presente la búsqueda de sentido y de sentido metafísico. ¿Qué otra cosa puede buscarse sino el sentido?

¿Le atrae también el silencio que en general acompaña a la pintura?

Por supuesto, la pintura es también silencio.

¿Más que la escritura?

Sí. Cuando uno lee un libro, lo escucha; en cambio en el arte hay silencio. En mi juventud, tenía ambiciones espirituales. Quería ser monje.

¿Y ahora?

Es demasiado tarde. En mi obra Victimes du devoir, explico mi tentativa espiritual. Es la historia de un hombre que busca, sube a una silla, a una mesa y cae. Representa la caída espiritual. Pero es una forma de mostrar la tentativa de ascensión.

En esa especie de divinización política, propia del mundo contemporáneo, todos los enfoques absolutos, como el nazismo y el comunismo, han sido finalmente falsas religiones, tentativas malogradas de encontrar el absoluto, de encontrar sentido. ¿No refleja en definitiva, toda su obra, muy profundamente, al mundo moderno, donde permanente y desesperadamente se busca lo absoluto sin encontrarlo?

Yo soy como ese hombre que todos los días, al levantarse, dice: «Dios mío, haz que crea en Ti».

Es muy conmovedor su testimonio… Usted ha dicho, veíamos, que la literatura no tiene sentido sin la religión. Así como la literatura no puede prescindir de la religión, ¿puede la política, como ocurre actualmente, funcionar sin la metafísica?

No, pero de hecho funciona sin la metafísica. En el mundo, nada hay más detestable para mí que la política y entre las personas de esta especie que más detesto están los socialistas. Me refiero a los socialistas franceses.

Su crítica alcanza también a los agentes de la revolución de mayo del 68, en términos igualmente tajantes. Dice que los revolucionarios se confundieron con él, porque pensaban que era un anarquista, pero que al contrario, al margen de sus momentos de olvido, estaba siempre a la búsqueda de una fe y una espiritualidad. De los agitadores de esos años dice que «dieron una patada en el agua»; lograron agitarla, pero luego ellos mismos se convirtieron en burgueses: «En el fondo, fue una revolución hecha por burgueses que deseaban permanecer en la burguesía, porque eran unos mediocres».

Pero lo que más detesta de la política, ¿qué es? ¿Es el hecho de estar la política muy alejada del verdadero sentido? Porque la política podría tener cierto vínculo con la metafísica.

Sí, pero no lo tiene. Cuando la política se separa de la metafísica, no expresa los problemas fundamentales del hombre. Desvinculada de las cuestiones últimas, pasa a ser una simple distracción, un divertissement, una actividad de segundo orden.

Siempre digo que no deberían existir hombres políticos y que de vez en cuando podría delegarse el poder a un ingeniero, un sabio o un profesor; pero las personas elegidas no serían amantes de la política ni permanecerían mucho tiempo en sus cargos prestando un servicio público, porque podrían con ello «agotarse»…

Ionesco, rumano y ortodoxo de nacimiento, hijo de madre francesa, vivió su niñez entre Bucarest y París. En los años previos a la Guerra, tiempos de gran dificultad para él, reside también en Francia. En su país eran los años de la Guardia de Hierro. Quedó aislado, con tres o cuatro amigos, cuenta. «Pero aunque sea en pequeñas dosis, ellos empezaron a aceptar la ideología fascista, y cuando se acepta, aunque sea una pequeña parte de la ideología, ésta se aferra a nosotros, nos engulle. No sabía cómo defenderme: ¿Cómo es posible que yo tenga razón en contra de todos? me preguntaba. Era la época en que se inventaba toda una nueva sociología, una nueva biología, nuevas teorías sobre las razas. El mundo parecía subyugado por la nueva ideología, totalmente anticristiana», explica.

Usted mantiene en París, entonces, una estrecha amistad con Maritain, Berdiaev, Gabriel Marcel, Mounier, grupo al que por esos años considera su verdadera familia espiritual.

Yo venía entonces de Rumania, y esas personas -Maritain, Gabriel Marcel, Denise y Emmanuel Mounier- me ayudaron mucho. Era agobiante ver a los profesores, estudiantes y escritores en contra de uno. En esa época, yo era joven y me preguntaba cómo era posible no pensar como ellos, que eran tanto más sabios y prudentes que yo. Fue entonces cuando encontré en Francia el movimiento personalista que publicaba la revista Esprit, que sostenía una posición ni comunista ni capitalista.

Sorprende constatar hoy que en 1978, es decir, once años antes del comienzo del fin del imperio comunista, usted haya dicho que el comunismo había terminado y que los discursos de Solzhenitsyn eran solamente el anuncio de algo que llegaría a su fin. ¿Por qué tenía usted esa impresión del fin del comunismo, cuando todavía parecía éste tan sólido a todo el mundo?

No sé por qué, pero lo sentía. Tal vez influyó en mí lo de Fátima.

¿Le impresionaron las revelaciones de la Virgen a los tres pastores?

Sí. Ahí se dijo que el comunismo terminaría antes del año 2000.

¿Qué piensa usted de la Rusia de hoy?

No sé, es un caos. En todo caso me gusta una cosa: la danza, que me encanta; y el retorno al cristianismo, el retorno a la fe.

¿No observa usted una identidad más fuerte en Rusia y los países del Este, en comparación con el mundo occidental? El problema de la identidad está estrechamente vinculado al del sentido, y parece que en Occidente cada vez sabemos menos quiénes somos. Quizás ellos viven en el caos, pero saben muy bien quiénes son.

Tal vez es así. Si la identidad no está construida sobre la metafísica y la religión, no tiene fuerza.

A Ionesco le duele asimismo la situación de su país. Al pensar en ella le viene enseguida a la mente la imagen de un mundo en desorden y donde impera la violencia. Mirando hacia la ventana de su departamento que da al Boulevard Montparnasse, habla así: «Este mundo está en llamas. Hay maldad, hay crueldad en este mundo. En una ocasión paseaba junto al mar. Era un lindo día, el mar estaba azul y el cielo estaba azul. Sin embargo, de pronto me angustió la idea de que sólo tres metros más abajo los peces se ensañan unos contra otros. Espero que algún día, como dice la Biblia, el lobo duerma junto al cordero. No podemos imaginar la crueldad del mundo persistiendo indefinidamente. Tenemos fusiles, tenemos dientes punzantes, todo está hecho para destruirnos unos a otros».

La conversación aborda el tema de la comunión ortodoxa de rumanos y rusos, y del entender de la fe menos racionalista que existe en esos pueblos. Asimismo el origen de las ideologías modernas está en la filosofía racionalista de la Ilustración. Ello explicaría -Ionesco es de esta impresión- que en los países del Este, sobre todo en Rusia, pertenecientes a una órbita greco bizantina, sin vínculos profundos con el mundo de las luces, a pesar del dominio político del comunismo, éste no logre allí hacerse cultura, y se preserve la cultura propia.

¿Tiene alguna relación, en el mundo moderno, la secularización de la cultura, es decir, la desaparición de Dios de la cultura, con la mentalidad racionalista?

Naturalmente. Es muy difícil creer que el mundo y Dios sean una ecuación matemática. Pero tampoco es fácil, por otra parte, con la ciencia moderna, creer simplemente en Adán, Eva y Satanás expulsados del paraíso.

¿Leyó usted “Dios y la ciencia”, de su colega en la Academia Francesa, Jean Guitton?

Sí. Muestra que no sabemos de dónde provienen los milagros, pero que existen. Lo que le reprocho es no haberse referido al mal.

Y usted, ¿qué piensa del mal?

Pienso que existe, lo veo todos los días. Centenares de miles de personas asesinan o son asesinadas. Sólo existe el mal desde el momento en que Dios le prestó el mundo a Satanás.

Es difícil creer realmente en un Dios que es una ecuación, decía usted recién…

Y Guitton busca eso. Es más fácil para mí el dios simple de Peguy. ¿Lo conoce?

Sí, y le pregunto por qué cree que se ha transformado hoy en un best-seller.

Porque las personas necesitan religión.

Escéptico respecto del estado espiritual de los franceses -nación en la que alcanzó su plena y definitiva consagración: recibido por la Academia Francesa en 1970; incorporado a La Pléiade en 1991-, me comenta, ya al término de nuestra conversación, y como señal de esperanza, algo que acaba de leer: «Vi en una estadística que la mayoría de los franceses creen en el demonio. Por lo tanto, creen en el mal, por lo tanto, creen en una teología y, por lo tanto, sin saber que creen, creen en Dios».

Esta entrevista forma parte del libro: Crónica de las ideas: En busca del rumbo perdido.

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