Entrevistas
Bruno Forte

Teología en un mundo posmoderno

Entrevista realizada por el Presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Jaime Antúnez Aldunate, al teólogo italiano y Arzobispo de Chieti-Vasto, Bruno Forte.

Bruno Forte, celebérrimo autor en materias de teología, tiene el carácter alegre de la ciudad en que nació: Nápoles. Enseña allí en la misma facultad en que estudió y enseñó, durante el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, la mayor cumbre del pensamiento teológico de todos los tiempos. Sacerdote diocesano, Bruno Forte ha sido también «Presidente» de esta casa de estudios, conocida hoy como Facultad de Teología de Italia Meridional.

El origen de su extendida fama proviene no sólo de sus frecuentes visitas a diversos países donde es invitado para dictar conferencias, sino sobre todo de las traducciones de sus obras divulgadas en el mundo entero y en los más variados idiomas, cuyas ventas no guardan parangón con la de ningún otro autor contemporáneo de esta especialidad.

Su visita a Santiago, la capital chilena, dejó, como en otras partes, muy buen recuerdo. Estuvo en 1995, ocasión en la que abordó en la Pontificia Universidad Católica de Chile el tema de la teología de cara a la cultura de la posmodernidad.

Un tema suyo ha sido la «teología histórica». ¿Podría explicar en qué consiste esta aproximación a la ciencia de la fe en lo que es eterno?

He tratado de desarrollar una teología histórica, en un esfuerzo por asumir la conciencia histórica de la modernidad.

¿Cómo así…?

Pensando la teología como el encuentro entre el éxodo y el Adviento, como el camino del hombre con sus preguntas, frente a la revelación de Dios, su palabra y su silencio en la Cruz, su resurrección.

Su conocido libro La Trinidad como historia (Ediciones Sígueme), se presenta como un esfuerzo por pensar históricamente la Trinidad. Por escrutar el dinamismo del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la unidad del misterio divino, dice usted y por pensar trinitariamente la historia, leyendo el origen, presente y futuro del mundo en Dios Trino. ¿Es ésta la visión teológica que domina toda su obra?

Esta teología está presentada en varios libros, pero la obra principal es la Simbólica Eclesial, en ocho volúmenes, todos ya publicados y traducidos en seis idiomas. Allí trato de presentar el mensaje cristiano al hombre de hoy, con su lenguaje, en una relación de diálogo con creyentes y no creyentes. Es una teología que se desarrolla al interior de un diálogo, más siempre en fidelidad a la identidad Cristiana y en actitud de responsabilidad con la Iglesia.

El hecho de ser usted uno de los autores de teología más vendidos hoy en el mundo y la suerte de «novedad» que implica su visión científica obligarían a precisar qué es aquello que usted considera lo más definitorio en su delicado trabajo.

Tres aspectos me parecen importantes de subrayar en el trabajo teológico: es necesario que una teología sea científicamente desarrollada, que tenga su dimensión crítica; pero que sea también eclesialmente responsable, enraizada en la vivencia de la fe -nunca una teología separada con relación a la experiencia espiritual-; y por fin que esté en diálogo con los hombres y las mujeres de su tiempo, con sus preguntas, con sus problemas.

Posmodernidad…

En algunas ocasiones, su tema ha sido cómo hablar de Dios a un mundo «posmoderno». Aunque instrumentalmente útil, por cuanto parece señalar el agotamiento y crisis del racionalismo ilustrado, el excesivo énfasis en el tema de la posmodernidad pareciera también sonar a historicismo. ¿Cuál es su apreciación del tema?

La cuestión se plantea de continuo a mi pensamiento. Hay algunos que piensan que hablar y pensar históricamente implica abandonar del todo la metafísica clásica.

Efectivamente, con el pensamiento historicista, con el hegelianismo, se reduce Dios al mundo, la verdad a la historia. Pero nuestra preocupación, por otra parte, no es repetir simplemente la metafísica clásica, sino plantear como un encuentro del pensamiento clásico y de la modernidad, en el sentido de proponer una teología, un pensamiento de Dios, fiel a las inquietudes del hombre actual y fiel a las del hombre de siempre.

Este encuentro de verdad e historia, es decir, esta adopción de la verdad con el lenguaje de los hombres de nuestro tiempo, me parece muy importante. Si no, corremos el riesgo de quedarnos callados. Una Iglesia que repite sólo la teología escolástica o manualística del pasado, puede ser que en realidad sostenga una teología que no habla al hombre de hoy.

Pero una teología que hable al hombre de hoy y haga de esto su preocupación central, es una teología que también corre el riesgo de perder su identidad…

Por eso el acento en ser fieles a nuestra identidad de Iglesia, de cristianos que han hecho la experiencia de Dios en Jesucristo, en la Iglesia. Esto es indispensable justamente al procurar hablar y escuchar al hombre de nuestro tiempo. Esa doble fidelidad me parece nuestra tarea.

Usted ha señalado cómo la emancipación es la palabra de la razón moderna.

La palabra clave, sí.

Si ésta es la palabra de la razón moderna, ¿cuál sería la palabra de la posmodernidad o de aquello que pueda llamarse la «razón posmoderna»?

Me parece que hay dos palabras, porque la posmodernidad, con relación a la modernidad, tiene como dos rostros, que son las dos salidas posibles de la modernidad: un rostro nihilista, donde la palabra es la nada, la vida vivida como un caer hacia la nada… Como dice Vattimo, el posmoderno es el tiempo de la contaminación, todo está sucio, todo está contaminado. Por eso, el tiempo de la fruición: tenemos que quemar, se dice, el instante, vivirlo en todo su goce, en toda su complejidad; tiempo, por tanto, de frustración. Ésa es la caída nihilista del tiempo posmoderno, donde la noción clave es la nada.

Pero hay también otra salida de lo posmoderno, que es la búsqueda del sentido extraviado, no en cuanto una visión ideológica, sino como redescubrimiento del otro. En esa salida de la modernidad hacia la posmodernidad, me parece que la palabra clave es el otro, «la cuestión del otro». Y cuando yo digo «la cuestión del otro», digo no sólo la cuestión de los demás, del prójimo, de los hombres y las mujeres que con su vida, con su rostro, como dice Levinas, nos interpelan, nos llaman, sino también el Otro último, el último que es el misterio de Dios.

Usted ha abordado alguna vez la cuestión de la muerte: la muerte en la modernidad y la muerte en la posmodernidad. Muchos estudios se han hecho, antropológicos y demás, sobre la cuestión de la muerte y cómo la muerte de algún modo define el sentido de las civilizaciones, de los periodos históricos, de las culturas. ¿Podría contrastar la muerte en la modernidad y en su paso a la posmodernidad? ¿En qué consistiría aquello de «restituir el sentido de la muerte» o «restituir la muerte», a la que usted también se ha referido?

La muerte significa la interrupción, el simple hecho de que no podemos decir todo, que no podemos abrazar todo, explicar todo con la fuerza de la violencia de nuestra razón, de la violencia de la razón instrumental, que es la razón moderna en el fondo, técnica, propia de la modernidad, del positivismo científico. Y por eso me parece que reconocer la muerte, reconocer la interrupción que provoca, reconocer su dramaticidad, significa también descubrirnos más humildes frente a la vida y descubrir la necesidad de una escucha del otro, de una búsqueda del sentido, situación que interrumpe las pretensiones ideológicas.

En ese sentido, me parece que el tema de la muerte se conecta profundamente también al tema de la culpa. Es un tema importante. Porque si la muerte plantea las preguntas verdaderas de la relación entre lo último y lo penúltimo, la culpa plantea la pregunta profunda de entender qué significa una identidad reconciliada; en el sentido que no puede haber reconciliación verdadera sin un reconocimiento de las culpas, como el Papa ha invitado hacerlo a todos nosotros en la Iglesia; pero no sólo en la iglesia, en el mundo entero. Donde hay culpas tenemos que reconocerlas, porque no hay liberación y reconciliación verdadera sin este acto de humildad y de liberación interior.

En este orden de consideraciones, otra cuestión que parece importante y muy diluida -más que en la modernidad, en la posmodernidad- es la desaparición de la idea de patria, como un lugar de destino. De algún modo, la idea de la patria terrena es como la antesala, la antevisión de la patria definitiva. Entonces, en este cuadro de multiculturalismo trashumante, donde se padece cada vez más eso que los psicólogos llaman «anomía» -falta o desprecio de toda norma sólida o duradera- ¿cómo visualiza usted esta ausencia de patria? Si el hombre pierde el sentido de que debe aspirar a una patria, ¿cómo aspira entonces al cielo, cómo aspira a la eternidad?

Esto tiene una profunda relación con la falta de ética. La etimología de la palabra «ética» tiene dos raíces en griego: ethos, con la épsilon y ethos con la eta, que significan respectivamente acción, costumbre y morada, casa. Uno es costumbre, praxis, acción; el otro, morada, en el sentido de estar en una habitación. Por eso, no se puede dar un valor a la praxis, a la acción, sin saber dónde habitamos. La pregunta ética dice relación con cuál es tu casa, cuál es tu morada, cuál es tu patria, en el sentido profundo del horizonte de sentido, de fundamento de los valores en los cuales nosotros creemos.

Yo pienso que es importante redescubrir el sentido verdadero también de la patria, por decir, penúltima. De esta tierra actual y presente, como metáfora y como llamado a la patria última. No hay que absolutizar la patria penúltima, sino verla como una huella, un rastro de la verdadera patria. Un camino bueno, sí, pero sobre todo una vocación que nos llama a ir siempre más allá.

Si nosotros entendemos la ética en su significado originario y profundo, que conecta las dos etimologías, me parece que no hay ética si no hay, en un sentido, patria, si no hay una casa, si no hay un horizonte que fundamenta las elecciones del presente. Necesitamos esto, este horizonte de sentido. Y es el gran problema de la posmodernidad, la pérdida completa del sentido.

No sólo, sino también la pérdida de interés en plantear la pregunta del sentido.

La tragedia de nuestro tiempo presente, me parece, es más que los hombres y mujeres no tienen gusto por plantear la pregunta acerca del sentido. Más que rechazar el sentido, es la indiferencia frente a él. Me parece que nuestra tarea como Iglesia, más que dar respuestas, es estimular preguntas verdaderas para dar después «la» respuesta, que es el Dios viviente; pero si nosotros damos respuesta antes de suscitar las preguntas verdaderas, corremos el riesgo de que nuestras respuestas nadie las escuche verdaderamente porque no tienen interés.

Ésta parece ser una cuestión pastoral fundamental.

Fundamental. Y me parece que lo es también para la educación de los jóvenes. El problema es que a veces hay una educación que repite los esquemas, que da respuestas, pero no solicita en los corazones de los jóvenes las preguntas verdaderas de la búsqueda del sentido, de ponerse en discusión para dar un sentido a la vida. Es el primer momento de toda educación suscitar preguntas verdaderas.

Ahora bien, hay una relación históricamente comprobada y realmente inevitable entre la filosofía y la teología. Eso es una constante, aun cuando no estemos en los tiempos de la filosofía como ancilla theologiae…

La historia de Occidente es la historia del ethos cristiano, y por eso en la filosofía occidental siempre ha habido una relación profunda entre filosofía y teología, también en el tiempo de la modernidad. Hegel, Schelling y Heidegger han sido ante todo teólogos y después filósofos.

Usted ha dicho a propósito de España, por ejemplo, que su «forma mentis» es teológica… Y ha dicho también que rechazar las raíces teológicas significa en cierto modo rechazar la propia identidad. ¿Dice usted esto sólo de España?

Yo pienso en el caso de Occidente y en ciertas tesis actuales. Cuando se habla del significado de la historia, se dice que las filosofías de la historia, las ideologías han tomado la visión teológica de la historia, una historia orientada hacia un destino, una meta; pero han rechazado, han cortado las raíces teológicas y este cortar, éste rechazar, ha sido la razón profunda de su violencia, de su alienación. Cuando se pierde la relación con lo último, lo penúltimo se vuelve como una cárcel.

El pensamiento débil

Si se acepta esta relación permanente entre filosofía y teología, ¿cuáles son las consecuencias, qué impacto produce en el raciocinio teológico este fenómeno tan absolutamente posmoderno que es el «pensamiento débil»?

Hay dos ángulos del asunto. Pienso que hay un impacto positivo, en cuanto no es convincente una «teología fuerte» que se propone casi ideológicamente como el lugar de un pensamiento donde hay respuestas listas para todo. Ésta es la repercusión positiva. Tenemos que redescubrir una filosofía más humilde, más en búsqueda, más testigo del otro, del Dios viviente. Dios no es el horizonte de sentido, sino la custodia del sentido, porque Él no da respuestas listas, Él nos ayuda a buscar las respuestas proponiéndose, en su silencio, en su fidelidad, como el lugar de la custodia del sentido.

Pero dicho esto, debo añadir que la teología tiene también que ser muy honesta. Es decir, que el «pensamiento débil», como pensamiento que rechaza todo fundamento, todo horizonte último, toda relación con un sentido posible, es alienación del hombre, es como una continuación de la ideología en su ciclo negativo. Donde la ideología era el triunfo báquico de un pensamiento solar, fuerte y violento, el nihilismo puede volver a ser el triunfo báquico de la nada, que es no menos totalizante que el todo de la ideología. Todo y nada se corresponden precisamente cuando la nada es simplemente la negación del todo.

Esta salida de la modernidad en la cual nosotros vivimos, tiempo de cambio muy grande, cambio epocal, me parece, por ejemplo, que Juan Pablo II la ha percibido de una manera grandiosa, yo pienso que como nadie…

De un modo profético, diría usted…

Profético, en verdad. Pero este cambio radical, la salida de la modernidad, puede perfilarse de dos maneras diferentes: como una salida nihilista, del «pensamiento débil», como una salida hacia la nada; o como una salida del pensamiento que por su parte busca lo último del otro, es testigo de lo último; aquí está la tarea de la Iglesia hoy, ser nosotros los creyentes testigos de lo último.

Eso no significa que nosotros no dialoguemos, porque el diálogo entre creyentes y no creyentes tiene una razón profunda muy simple: el creyente, me parece poder decir, es un ateo que cada día trata de empezar a creer, en el sentido que si la fe es como un depósito estático sin vida, si la fe no se alimenta cada día de oración, de entrega, de compromiso con Dios, la fe es vacía, es muerta; pero si la fe es viva tiene que ser cada día una conversión, un movimiento hacia el corazón del misterio, hacia el santuario de la adoración. En este sentido, el creyente es un ateo que empieza cada día a creer. Pero el verdadero no creyente, el no creyente que dice «yo no creo» ideológicamente, banalmente, el no creyente que sufre el vacío, la nada de su no creencia, es en cierto sentido un creyente que trata cada día de empezar a no creer. Por eso, me parece que hay como un nuevo lugar de encuentro entre creyentes, entre gente que piensa, que se pone las preguntas verdaderas, que se deja inquietar por la cuestión verdadera, que es la cuestión del otro, la cuestión de lo último, la cuestión de Dios…

El otro, lo último, Dios… Me gustaría si pudiese precisar un poco.

La cuestión del otro tiene para mí dos niveles: un primer nivel que es el otro visible, es la cuestión del rostro. El rostro del otro te inquieta, te provoca, te pone preguntas, porque te hace pensar que tú no eres todo, que tu subjetividad no es un mundo cerrado, hay necesidad de otro; pero el rostro del otro es como una huella del rostro del Otro que es Dios, que es el misterio último. En ese sentido hay como una dialéctica de lo último y lo penúltimo, y no podemos dar verdaderamente sentido a lo penúltimo sin abrirnos al horizonte último. No hay ethos sin ethos, no hay costumbres sin casa, sin horizonte último.

Para terminar, quisiera plantearle que en diversas entrevistas, conversaciones con filósofos, gente de pensamiento, me ha tocado observar una suerte de esperanza en una resurrección de la metafísica, más allá de todo este como bajón del pensamiento. Querría entonces preguntarle si usted también participa de una suerte de esperanza, en el sentido que de pronto o al cabo de un tiempo de turbamiento o confusión venga de nuevo una suerte de despertar de la metafísica. Y de haberlo, ¿qué impacto tendría esa resurrección de la metafísica en la teología y en la cuestión de Dios, en la relación del hombre con Dios?

Yo pienso que tenemos una necesidad profunda de la metafísica. La necesitamos porque metafísica significa fundamento, significa horizonte último, significa que hay el devenir, pero hay también una referencia última a la cual podemos anclar las olas del mar del tiempo. Pero atención, es importante señalar que metafísica no es una expresión como la que a veces la escolástica decadente ha presentado: un pensamiento cerrado, un pensamiento que no habla el lenguaje del tiempo, que no trata de expresar la verdad de una manera que sea comprensible y sensata para los hombres. Yo pienso que necesitamos una metafísica histórica, en el sentido que asumen el lenguaje del tiempo de hoy. Me parece que es también la elección hecha por el Vaticano II: hablar al tiempo de hoy, pero sin perder la relación con el fundamento profundo de nuestra identidad, que está enraizada en la Cruz y en la resurrección del Señor. Ser testigo de una esperanza que no es la proyección hacia delante de nuestros pensamientos, sino que se funda en la revelación del Otro.

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