Los pintores son metafísicos manuales: buscan el ser de las cosas con las manos, y ocurre que encuentran a Dios, o dan con una verdad insólita que expresan en el lenguaje ambiguo de los oráculos de antaño.
El grabado de Goya elegido por Jaime Antúnez para ilustrar el presente libro, es una buena muestra de estas intuiciones de doble o triple sentido. Podemos leer, por ejemplo, “El sueño de la razón produce monstruos”, lo que significa que, cuando la razón duerme, la imaginación pierde la cabeza. Es una traducción racionalista. Segunda lectura: cuando la diosa Razón se adormece, sobrevienen los temores y supersticiones que había arrojado a las tinieblas; dicho de otro modo, la razón se enloquece cuando abandona sus instrumentos de control y pilotaje de la inteligencia para combinar los pensamientos en sistemas, y es allí, en mi opinión, donde se encuentra el sentido del dibujo de Goya.
El genio de los grandes artistas -y no ha habido ninguno más grande que Goya, si es que dos o tres iguales al suyo- termina siempre por escapárseles para aventurarse en la profecía. Y conviene advertir que esta leyenda sobre el sueño y la razón era terriblemente profética.
Desde el Renacimiento hemos visto surgir gran cantidad de monstruos en la historia de los desdichados humanos: el enorme y horrible reptil preevolucionista de Spinoza; las brumas de apariencia fantasmagórica de la filosofía alemana, que terminaron por tomar la forma negra del águila hitleriana; y las nubes de buitres que se cernían sobre los montones de cadáveres de Stalin.
La razón es una facultad admirable, por cierto, pero desde el momento que pretende inscribir el universo dentro de sus propios límites, o bien estalla o bien mutila a la humanidad para hacerla entrar por la fuerza en un sistema. Es poderosa, pero no es todopoderosa y, para ir directo al grano, diré que necesita absolutamente de la fe para no poblar con los monstruos de Goya el espacio que se extiende más allá de sus fronteras.
He aquí, me parece, una de las lecciones que pueden extraerse de las entrevistas que ha tenido Jaime Antúnez en los cuatro rincones del mundo, con los espíritus más diversos. Este explorador de la cultura no viaja en vano. Como los navegantes de antaño, vuelve al país natal con un papagayo sobre el hombro y toda clase de productos exóticos en la talega: quiero decir, con toda clase de verdades olvidadas, desconocidas o extraviadas.
Si yo no figurase en él, diría que su libro es una de las obras más ricas de reflexión que me ha sido dado leer en años.