ENTREVISTAS
Cardenal Joseph Ratzinger

Primacía de la pregunta sobre Dios

Pocas personas, entre los asesores directos de Juan Pablo II necesitan menos de una presentación que el cardenal Joseph Ratzinger. Es uno de los más autorizados teólogos contemporáneos, figura destacada en este campo durante el Concilio, exarzobispo de Múnich, capital de la católica Baviera, ha llevado a cabo, durante los trece años que ocupa el cargo de Prefecto para la Doctrina de la Fe, una obra clarificadora que desde ya inscribe su nombre de modo imborrable en la historia de la Iglesia. Como en ocasiones anteriores, haciendo generosamente un tiempo en su apretada agenda de trabajo, cuando ya la atmósfera de la Navidad de 1993 en Roma se siente cercana, el cardenal recibió para esta entrevista a Artes y Letras de «El Mercurio», y con sencillez y precisión dio cuenta de sus impresiones acerca de las principales cuestiones morales y de fe que interesan y preocupan en la actualidad a la opinión pública. 

–El Catecismo de la Iglesia Católica, presentado por Vuestra Eminencia a fines del año 1992, ha sido universalmente un éxito de librerías, encabezando en gran número de países las listas de ventas. A juicio de V.E., ¿tiene esto alguna relación con la caída de las ideologías? 

–Seguramente existe una relación, porque el interrogante de dónde apoyarnos en el constante cambio de los tiempos, se ha vuelto más apremiante aún por la caída de las ideologías. Si hemos de ser realistas, debemos admitir que el éxito del libro tiene muchas raíces. En parte no es más que pura curiosidad la que anima a mucha gente a comprarlo. Después de todas las críticas que han escuchado antes, quieren saber qué es lo que este libro realmente dice. Otros buscan información y quieren conocer las enseñanzas de la Iglesia Católica que, ahora como siempre, representa una gran fuerza espiritual en la humanidad. Muchos creyentes que, después de los agitados años que siguieron al Concilio y en presencia de los desconcertantes antagonismos entre los teólogos, ya no saben muy bien a qué deben atenerse en la Iglesia, esperan que este libro les aclare sus dudas y, en efecto, en esto radica una de sus funciones esenciales: en los últimos tres decenios, las opiniones y comentarios dentro de la Iglesia han sido múltiples y tan contradictorios que produjeron profunda confusión e incertidumbre en muchas personas. ¿Es que ahora la Iglesia ha cambiado súbitamente sus antiguas enseñanzas? ¿Es que todo cuanto siempre tenía validez, de pronto la ha perdido? ¿Todavía tiene la Iglesia una doctrina común? El Catecismo nos dice: sí, tiene una doctrina común, porque la palabra de Dios es inagotable y gracias a ella crece la fe. Aparecen nuevas dimensiones de la palabra revelada. E incluso cuando se acabe el cielo y la tierra, las palabras de Jesús no perecerán, como bien nos dice el Salmo 102: «Desde antiguo fundaste tú la tierra, y los cielos son la obra de tus manos; ellos perecen, más tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan, como un vestido los mudas tú, y se mudan. Pero tú siempre el mismo»… Como un vestido los mudas tú: el cambio de la historia en estos decenios lo hemos vivido en forma dramática. Pero la fe viene de aquel Dios que siempre permanece el mismo, aun cuando cambien los vestidos de la palabra, es decir, las formas históricas de expresión de la fe. Esta búsqueda de lo permanente constituye seguramente uno de los motivos de la demanda por el Catecismo. Sin embargo, me parece que, en último término, es más importante la causa positiva que las causas negativas que desempeñan un papel en el éxito del libro (descomposición de las ideologías, etc.): el hombre busca la verdad, busca aquello que le permite vivir. A pesar de todas las dudas frente a la Iglesia Católica y a pesar de toda la crítica que se expresa contra ella, existe una expectativa: quizás pueda yo encontrar allí una palabra que me ayude… 

Según ha puesto de relieve Alexander Solzhenitsyn, la muerte del comunismo, la verificación de que era una mentira, ha traído a muchos sectores pen- santes la impresión de que no existen verdades absolutas y de que tampoco interesa hallarlas. Entretanto, se pregunta el mismo Solzhenitsyn –y yo me permito aquí trasladar esta pregunta a V.E.– ¿qué se puede construir sobre el menosprecio de los significados más elevados y sobre una visión relativista de los conceptos y de la cultura en su totalidad? 

–La encíclica Veritatis splendor parte de un análisis que está muy cerca del de Solzhenitsyn. Posiblemente, el flirteo de la intelligentsia occidental con el marxismo tenga su explicación en el hecho de que en medio del torbellino del relativismo se haya buscado algo sólido y se creyera encontrarlo allí. Después de que las profecías del marxismo han demostrado ser mentiras, la tentación del relativismo se ha tornado aún más radical. Muchos opinan que el relativismo constituye un principio básico de la democracia, porque sería parte de ella el que todo se pueda someter a discusión. En verdad, sin embargo, la democracia vive sobre la base de que existen verdades y valores sagrados que son respetados por todos. De otro modo se hunde en la anarquía y se neutraliza a sí misma. 

–En esta dirección, ¿podría V.E. comentar de qué manera la encíclica Veritatis splendor vendría justamente al encuentro de algunas de las necesidades más apremiantes de nuestro tiempo? 

–En primer lugar y antes de toda otra consideración, la Encíclica es un texto creyente, que guía nuestra mirada hacia Cristo, porque Él nos da «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). No obstante, también es un texto que se dirige a la humanidad como un todo. Ciertamente la fe cristiana va más allá de lo que la razón pura pueda reconocer, pero es parte de sus convicciones fundamentales el que Cristo es el Logos, es decir, la razón creadora de Dios, de la cual procede el mundo y que se refleja en nuestro juicio. El apóstol Pablo, que habló con tanto énfasis de la novedad y la unicidad del cristianismo, al mismo tiempo destacó que el precepto moral consignado en la Santa Escritura coincide con aquello que «está inscrito en nuestros corazones, atestiguándolo nuestra conciencia» (Rm 2, 15). Es verdad que, con frecuencia, esta voz de nuestro corazón, la conciencia, es apabullada por los ruidos secundarios de nuestra vida. La conciencia se puede volver ciega, por así decirlo. Necesitamos recibir las lecciones de repaso de la fe, que vuelva a despertarla, y así nuevamente a hacer perceptible la voz del Creador en nosotros, sus criaturas. La Encíclica habla desde la fe, pero justamente por eso habla a la razón y lucha por el destino del hombre en esta época. La Encíclica insiste muy decididamente en que la moral no es cosa de acuerdos. En ese caso estaría sometida al juego de las mayorías. La moral se basa más bien en el orden interno 

de la propia realidad: la Creación lleva en sí la moral. Estamos comenzando nuevamente a ver esto en los urgentes problemas ecológicos. Volvemos a darnos cuenta de que no debemos hacer todo cuanto podemos hacer. Constatamos que debemos respetar la dignidad de las criaturas. Con mayor razón entonces debemos volver también a comprender que justamente el ser humano lleva en sí una dignidad y un mandato interior que permanecen a través de todos los cambios históricos. El hombre siempre es hombre. Su dignidad esencial es siempre la misma. Por eso existen conductas que nunca podrán llegar a ser buenas, sino que siempre serán incompatibles con el respeto al hombre y a la dignidad que viene de Dios y que Él lleva en sí. El Papa muestra con gran poder de persuasión en la Encíclica que el problema fundamental de nuestro tiempo es un problema moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán siendo insolubles si no se encara esta realidad central. Y el Papa demuestra que el problema moral no se puede separar de la cuestión de la verdad. Esta, por su parte, está indisolublemente unida al problema de la búsqueda de Dios. 

Paganismo poscristiano 

–La virulencia de cierta antirreligiosidad, manifiesta en medios de comunicación de algunos países del mundo rico e industrializado, va inclinando a algunos católicos a pensar en un desarrollo de la vida cristiana hasta cierto punto catacumbal, o al menos que renuncia a la proyección social de la misma. El punto 2.105 del reciente Catecismo pareciera entretanto postular lo contrario. 

–Existe hoy día una nueva afición por la religión. La idea de que la religión desaparecería con la progresiva cientificación del mundo ha demostrado ser un error. Es verdad que al mismo tiempo existe un éxodo progresivo de la Iglesia. La fe les parece demasiado sobria a los hombres y su exigencia interior, demasiado grande. Buscan formas religiosas que, por así decirlo, prometen un contacto más rápido con el misterio y, así, una satisfacción emocional inmediatamente perceptible. A mi modo de ver, la creciente animosidad de algunos medios de comunicación social contra la Iglesia está condicionada ante todo por el relativismo intelectual y moral. Para este, la Iglesia es perturbadora e incluso parece ser una amenaza personal. 

Hoy, todavía no podemos prever las situaciones que puedan darse en el futuro para el cristiano y para la Iglesia; pero aun si la Iglesia fuera desplazada cada vez más de la vida pública, seguirá existiendo su misión de recordarle Dios a toda la sociedad. Los sistemas ateístas del Este nos han mostrado adónde es conducida una sociedad sin Dios. 

Una sociedad que excluye conscientemente a Dios y lo relega totalmente a lo privado se autodestruye. Por eso los cristianos sencillamente tienen la obligación frente al mundo de dar fe de Dios públicamente y, así, de mantener presentes los valores y verdades, sin los cuales a la larga no puede existir convivencia humana soportable. 

–El Santo Padre, Juan Pablo II, se ha lamentado de que «la cultura contemporánea está, en gran proporción, siguiendo la ilusión de un humanismo sin Dios». ¿Tiene esta ilusión algo también que ver con el fenómeno de las sectas o sitúa V.E. esto último en una raíz distinta? 

–Pienso que el fenómeno de las sectas se debe distinguir de la tendencia de un humanismo sin Dios. Aun dentro del amplio fenómeno «secta» se encuentran diferencias significativas. Ante todo, yo quisiera distinguir entre las sectas que quieren ocupar el terreno del cristianismo y las sectas sincretistas que recurren en gran medida a elementos paganos y buscan y ofrecen lo mágico, lo oculto. La mayoría de las sectas cristianas, en cambio, se basan seguramente en la aspiración a una comunidad abarcable, a un sentimiento de protección, a una interpretación simple de la Biblia, sin vínculos históricos ni institucionales. La disgregación consiguiente aquí ya está programada de antemano, porque la comunidad pequeña también crea instituciones y desarrolla su historia, de modo que necesariamente tendrán que ocurrir nuevos éxodos. Sin embargo, son más peligrosas las sectas sincretistas, en que se produce fácilmente una perversión de lo religioso: no es el hombre quien sirve a Dios, sino que se sirve de lo divino y trata de dominarlo. En este caso existen luego formas progresivas de degeneración de lo religioso, que destruyen su verdadera esencia desde la base. Recientemente leí que frente a los tres mil sacerdotes que hoy día hay en Milán existen allí cuatro mil magos. Aquí la ausencia de fe y la superstición se confunden íntimamente. Hoy día se ve que la falta de fe degenera forzosa e irresistiblemente en superstición y que el racionalismo original (o también humanismo) produce un paganismo poscristiano con extrañas mezclas de racionalismo, técnica y magia: en adelante tendremos que preocuparnos más que hasta ahora de estas relaciones. 

–Haciendo hincapié en la necesidad esencial para los cristianos de dar testimonio de un Dios vivo, V.E. ha señalado que uno de los más graves peligros para estos es el de refugiarse en cierto moralismo para, así, resultar al fin más comprensibles y aceptables en un mundo secularizado. ¿Podría V.E. explicar el exacto alcance de este equívoco? 

–La reducción del cristianismo a una entidad moral ya existió en el Estado enciclopedista de fines de siglo XVIII y siglo XIX. El cristianismo se medía por su utilidad para el Estado. Debía preocuparse de la educación moral, con lo que garantizaba el funcionamiento de la vida social. Las realidades más profundas del cristianismo, la fe en el Dios uno y trino, en la salvación por Jesucristo, en la gracia divina y en la nueva vida divina dentro de nosotros se consideraban inútiles. Pero se les permitía existir, porque en alguna forma estas realidades estaban entrelazadas con el servicio moral que la fe prestaba a la humanidad. Esta era una visión desde fuera, desde la autoridad estatal, que naturalmente no pudo dejar de ejercer efectos en lo interno. 

Hoy día, en la propia Iglesia es grande la tentación de presentar ante todo el valor útil de la fe y atribuir menor importancia a todo lo demás. La Iglesia quiere intervenir en el mundo, pero en la atmósfera profana del presente no se pueden representar los grandes principios de la fe. Así, se limita a lo que puede ser comprendido por todos. Mas lo que en un comienzo solo pretendía ser una renuncia impuesta por las circunstancias, en el intertanto ya se ha elaborado como teoría: la medida de todas las religiones sería su contribución a la praxis de la liberación. En realidad, las religiones existirían para este fin; así nos lo dicen modernos teóricos del cristianismo, incluso teólogos. Bajo este signo también se podría dar lugar, entonces, a la «ecumene de las religiones». A las religiones individuales se les permite conservar sus simbolismos, sus formas de culto y sus «mitos», pero se les exige considerarse unidas en el concepto de que todo esto sirve para aumentar el potencial de las fuerzas de liberación en el mundo. Ante este planteamiento, naturalmente, debemos preguntarnos, en primer lugar, qué se debe entender por libertad. Pero esta cuestión más bien práctica es precedida por otro problema fundamental: aquí la verdad es sustituida por la «praxis» y la fe se reduce a la utilidad. Mas la utilidad de la fe (que en realidad existe) ya no se produce cuando solo se le busca en función de esta utilidad. La fuerza moral de la fe está ligada a la verdad de nuestro encuentro con el Dios vivo. La grandeza que la fe cristiana llevó a las cuestiones sociales y políticas del mundo siempre nació del amor a Cristo, de la fuerza salvadora de su Pasión. Allí donde el cristianismo se reduce a la moral, muere precisamente como fuerza moral. 

–En una de las declaraciones hechas por los participantes en el Sínodo de Obispos de Europa, verificado en Roma en diciembre de 1991, concluida ya entonces la muerte política del sistema comunista, se afirma: «Después del derrumbamiento del comunismo, existe aún la posibilidad ideológica de pensar al hombre fuera de la cultura, encerrándolo completamente en la esfera de la economía. Esta hipótesis la promueve la ideología que podríamos llamar del “occidentalismo” o de la “sociedad de consumo”, o de la “sociedad permisiva”. Para ella, la identidad del hombre se define exhaustivamente por lo que compra o consume, por la satisfacción de sus necesidades materiales y por sus tendencias al goce. Para ella, las naciones o Europa no tienen significado ni futuro; son solo fragmentos del mercado mundial…». 

¿Sobrevive de esta manera el marxismo, incluso después de su colapso político? 

–Sí, pienso que las tendencias ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la figura política que han tenido hasta ahora. Ellas también seguirán determinando el conflicto espiritual. 

En primer lugar, no debemos olvidar que, tanto ahora como antes, países importantes son gobernados por partidos marxistas: China, Vietnam, Norcorea, Cuba. Tampoco el sandinismo ha desaparecido simplemente. Partidos más o menos comprometidos con el marxismo desempeñan un papel importante en algunos países de Europa oriental y occidental. Por otra parte, entre el liberalismo y el marxismo existió y sigue existiendo una connivencia silenciosa en puntos relevantes: una interpretación del mundo basada exclusivamente en las fuerzas materiales, la que luego conlleva una interpretación del hombre y de la sociedad únicamente a base de los factores materiales. Si el liberalismo se levanta solamente sobre los mecanismos del mercado, en el ámbito práctico esto ciertamente es un contraste radical con el control burocrático central que promueven los sistemas marxistas. Pero también en la filosofía radical de mercado predomina un pensamiento mecanicista-materialista, en que la libertad del individuo se transforma en parte integrante de un sistema global mecánico que funciona forzosamente y tiene leyes confiables. El liberalismo puro no puede superar al marxismo. Necesitamos, como lo demuestra la Encíclica moral del Papa, una concepción de la libertad que esté ligada a la verdad. Necesitamos una imagen del hombre que esté ligada a Dios. En otra forma no podremos encontrar el camino entre la Escila de la anarquía y la Caribdis del totalitarismo. 

–En una entrevista realizada hace seis años para este mismo cuerpo cultural de «El Mercurio», V.E. señalaba que el eje de los problemas y debates teológicos era entonces de carácter eclesiológico y cristológico. Dadas las transformaciones culturales vividas en estos años, ¿afirmaría aún hoy lo mismo? ¿O es otro actualmente ese eje? 

–A mí me parece que hoy día la pregunta sobre Dios propiamente tal se ha convertido en el verdadero problema central. La concepción evolucionista del mundo busca una explicación sin vacíos de la realidad, en que la «hipótesis Dios» (como en Laplace) se vuelve definitivamente superflua. Toda la disposición de ánimo concluye que Dios no aporta nada a la explicación del mundo y, por consiguiente, tampoco contribuye en nada a resolver mi propia vida. Así, la cuestión de si podemos y debemos vivir nuestra vida con o sin Dios, hoy día se ha convertido en el verdadero problema de fondo. Explicaciones pseudocientíficas de la Biblia que reducen a Jesús a la figura de un rabino un poco extraño, se tornan necesarias cuando se presume que Dios no puede ser un sujeto activo en la historia. En esta forma, la cristología se anula por sí sola. El Jesús humanitario que al fin les queda como sobra es, en último término, una figura insignificante. Con esto, también cae por sí sola la eclesiología, porque entonces la Iglesia pasa a ser solo una organización humana, nada más. En este sentido, hoy día yo quisiera hablar de una clara primacía de la pregunta sobre Dios. 

*Entrevista publicada en el diario «El Mercurio» – Domingo 5 de diciembre de 1993