Entrevista realizada por el Presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Jaime Antúnez Aldunate, al filósofo y escritor francés, Jean Guitton.
Bordeando el jardín de Luxemburgo, cuyo hermoso verde luce al sol con todos sus matices después de mojado por una lluvia matutina, llegamos a la esquina de la rue fleurus.
Sube el antiguo ascensor Y nada más tocar a la puerta abre, con su mirada característicamente escrutadora, el propio Jean Guitton. Un Siècle Une Vie es el título con el que Editorial Laffont publicó hace tiempo las memorias de esta notable personalidad de la vida intelectual francesa y europea contemporánea, fallecida en marzo de 1999. Nada más preciso, en efecto, que esas cuatro palabras, para expresar lo que al instante se aprecia. El filósofo, el profesor de la Sorbona, el miembro de la Academia Francesa, el íntimo de Pablo VI, el maestro de relevantes figuras, como el desdichado Althuser, entre otros, está allí con sus 93 años, con un siglo de experiencias notables registradas en su memoria, con su inteligencia rápida e inquisitiva más despierta que nunca y con el corazón lleno de alegría. Me introduce pidiendo se le excuse por tener que pisar entre cuadros suyos y libros de su biblioteca particular, dispersos por el suelo, situación que explica por no haber vuelto a ordenar su casa desde que enviudó. La conversación se desliza rápidamente hacia los temas que les son habituales o que en este momento le preocupan.
Usted ha observado que en Oriente y Occidente, el paganismo de la época de Jesús no era contrario al sentido de lo sagrado. Actualmente, a pesar de existir millones de cristianos en el mundo, la situación no parece ser la misma. ¿Qué está sucediendo?
En la época de Jesucristo, tanto entre los paganos como entre aquellos que vendrían a ser cristianos, existía un efectivo sentido de lo sagrado. Con todo, debieron transcurrir muchos siglos para que el sentido de lo sagrado cristiano, de lo sagrado católico, se encarnara en Europa y el mundo.
Desgraciadamente, en la actualidad, y sobre todo con posterioridad al Concilio, que se ha interpretado mal, se ha producido en nuestros países latinos, y en otros, como Holanda, por poner un ejemplo, una fuerte crisis. Creo que una de las cosas importantes hoy es trabajar por la regeneración del sentido de lo sagrado.
Y en cuanto a Francia, ¿qué diría?
En cuanto a esta crisis en Francia, creo que es muy grande, más que en muchos otros países. A esto pienso, quisiera observar, que ha contribuido también, en parte, la traducción de la liturgia al francés, impidiendo en cierto modo conservar sustancialmente el sentido de lo sagrado. Nuestro idioma no expresa bien lo sagrado y el latín se desacraliza al traducirse al francés.
En general, ¿diría usted que es este un problema que concierne nada más que a la cultura europea y a sus ramificaciones?
Creo que en todo el mundo, no sólo en Europa, sino también en América y en la China, existe esta crisis de lo que llamamos sagrado. No me parece un fenómeno exclusivamente europeo, sino planetario, es decir, general, universal. Es muy difícil determinar las causas.
En este planeta, al cual mi maestro Bergson llamaba un «planeta refractario», la humanidad está atravesando una crisis total. No obstante, desde mi punto de vista, como toda la crisis, deberá acentuarse, y cuando topemos el fondo del abismo, en ese momento se producirá la regeneración. En ese sentido, esta crisis, para mí, anuncia una resurrección. Creo que en el siglo XXI habrá una resurrección de lo sagrado. Con frecuencia se cita a un escritor francés André Malraux, quién dijo una vez: “en el siglo XXI, la humanidad será mística (cristiana) o no será”. Al parecer tenía razón y hay dos alternativas: hundirnos completamente o comenzar de nuevo cuando topemos el fondo del abismo. Estamos en un período realmente dramático de la historia de la humanidad. Así pienso.
¿Ve acaso alguna diferencia en el Este de Europa?
En la nueva Rusia hay una renovación de lo sagrado, particularmente en la liturgia, y ciertamente ese país será un ejemplo para Europa. Todos los que regresan de allá han observado una renovación en la religión, condenada durante toda la época de los soviets.
Único laico en el Concilio
Usted estuvo muy ligado al papa Pablo VI.
Sí, estuve ligado al papa Pablo VI durante veintisiete años. Cuando lo vi por primera vez, un 8 de septiembre, él me dijo: “Guitton, prométame venir siempre a verme el 8 de septiembre”. Y fui a visitarlo 27 veces en esa fecha. Estuve muy ligado a él, lo admiré y lo quise mucho.
Usted fue tal vez el único laico que tuvo el privilegio de dirigirse a los obispos en el Concilio.
El papa Juan XXIII me citó a la primera sesión del Concilio y en esa ocasión fui el único laico presente. Luego, en la segunda sesión, el papa Pablo VI, sucesor de Juan XXIII, me pidió tomar la palabra, lo cual nunca le había ocurrido a un laico. Así fue que en el Concilio hablé sobre el problema del ecumenismo.
¿Cuál es su juicio, 30 años después, acerca de la aplicación práctica del Concilio?
En un concilio hay tres períodos: el período precedente, el del concilio mismo y el posterior. Creo que el período más difícil de un concilio es el que lo sigue. Así, el concilio de Nicea y el de Trento, los grandes concilios anteriores al Vaticano II, fueron muy mal aplicados. Se requirió mucho tiempo para la aplicación del concilio de Nicea, se requirió mucho tiempo para la aplicación del concilio de Trento…
¿Y en cuanto al Vaticano II?
Hablo como alguien que ha consagrado parte importante de su vida al acercamiento entre los cristianos. Durante el Concilio, yo me alegré de algunos cambios introducidos en la liturgia desde el punto de vista ecuménico, pues todo aquello que acerque a las confesiones separadas prepara a la reconciliación. Pero la reflexión, la experiencia y la historia me han persuadido que las “reconciliaciones”, incluso después de los concilios, son inciertas cuando se han construido sobre bases ambiguas. Para preparar un acercamiento auténtico, es indispensable no poner entre paréntesis las diferencias fundamentales. Cuando lo esencial es cubierto por el silencio, siempre se venga.
Ciertamente se requerirá mucho tiempo para la aplicación normal del concilio Vaticano II. Para mí lo más duro es el hecho de haber esperado una renovación de la piedad católica con posterioridad al concilio; sobre todo que en Francia, mi propio país, hubiera gran cantidad de sacerdotes y una religión más personal, y encontrarnos hoy en una situación en la que se constata el abandono de su vocación por parte de muchos sacerdotes y la dificultad en restablecer los seminarios. El Papa nos habla de una nueva evangelización y parece que estamos efectivamente en la necesidad de partir de nuevo de cero. En cierto modo me alegra partir de cero, porque es una buena manera de empezar, pero la crisis del sacerdocio en Francia me impresiona dolorosamente.
Los maestros
¿De qué manera su primera infancia influyó después en su vida?
Los traumas de mi vida ocurrieron cuando tenía siete u ocho años. Péguy tenía razón, a mi modo de ver, cuando decía que a los 10 años el destino ya está totalmente trazado. Aunque eso es verdad, sobre todo ahora, porque los niños reciben instrucción desde muy temprana edad.
Mi vida fue entonces dramática. Mi padre era de familia muy conservadora, lo que hoy día se llamaría integrista. Tenía dos hermanos jesuitas y tres hermanas religiosas. Eran sumamente tradicionales, hasta el punto que no simpatizaban en absoluto con León XIII y querían mucho al Papa Pío X. En cambio, en la familia de mi madre había magistrados laicos. Mi abuelo materno era anticristiano y me decía: “en los curas hay una absoluta deformación” Y me hacía leer a Voltaire, por ejemplo. Yo me encontraba en medio de dos soluciones, la de mi abuelo paterno, diciéndome: “reza”; Y la de mi abuelo materno, diciéndome: “los curas te han engañado». Era una situación dramática para un niño. En la infancia, tomé el partido de mi madre para conciliar a mis dos abuelos, y en parte fui formado por ella, que adelantándose 50 años al Concilio me enseñó, por así decirlo, a prepararlo. En mis memorias publiqué la correspondencia entre mis abuelos, que es terrible, porque cada uno de ellos acusaba al otro de pervertirme.
En la vida me afectó mucho también el hecho de no haber tenido nunca un profesor católico entre los siete y los 30 años. Mis profesores siempre fueron laicos, es decir, no católicos. Por otra parte, estuve junto con niños judíos, protestantes o sin religión, y desde los siete años comprendí que mi existencia se dedicaría a orientar hacia el catolicismo a los jóvenes no católicos, es decir, lo que más tarde se llamaría ecumenismo.
A pesar de no haber tenido profesores inspirados en la fe, usted ha dicho que Newman en la política y San Agustín como místico y teólogo han sido sus dos grandes maestros. ¿Qué destacaría del pensamiento de ellos frente a los problemas del mundo contemporáneo?
Para mí, cada Concilio está dominado por un pensador, a la vez filósofo, teólogo y místico. El concilio de Nicea estuvo dominado por la personalidad de San Atanasio, pensador, teólogo y místico; el concilio de Trento estuvo dominado por la personalidad o el retorno de Santo Tomás; y el concilio Vaticano II, al cual yo asistí, fue inspirado y sublimado, a mi modo de ver, por la personalidad del cardenal Newman.
¿En qué funda está apreciación?
En que, según él, la Iglesia Católica ha sido idéntica a sí misma desde su origen, lo cual es evidente. Si la iglesia dice de veras dos y dos son cuatro, siempre dos y dos serán cuatro. Evidentemente, esa verdad puede ilustrarse de color negro, amarillo o verde, lo que no tiene mucha importancia, pero dos y dos siempre serán cuatro. Newman mostró cómo la identidad de la Iglesia Católica se conjuga con el cambio y la necesidad de evolucionar para conservar un carácter idéntico. Según él, el objetivo del cambio no es convertirse en otro, sino permanecer idéntico.
Evidentemente, en el concilio Vaticano II hubo muchas modificaciones y gran cantidad de gente estaba asombrada o escandalizada por las novedades introducidas en todo orden de cosas. En la liturgia y la educación cambiaron muchas cosas, pero, en mi opinión, con el único fin de preservar la identidad profunda.
Esta filosofía de Newman, a saber, que la identidad sólo se conserva mediante el cambio, es mi propia filosofía.
¿Y respecto a San Agustín?
Eso es diferente. Con San Agustín, tenemos el fin del mundo romano y el comienzo del mundo cristiano; el fin de la ciudad de los hombres y el comienzo de la ciudad de Dios; el fin del imperio y el comienzo de los llamados tiempos bárbaros. San Agustín tiene importancia capital para mí, es mi maestro de maestros, por haber sido el primero en plantear el problema del tiempo en sus relaciones con la eternidad. Como siempre me he ocupado de las relaciones entre el tiempo y la eternidad, considero a San Agustín mi maestro interior, mi maestro oculto, que vibra a solas junto con los latidos de mi corazón. En resumen, puedo decir que mis grandes maestros son evidentemente Platón, antes de Cristo, y después san Agustín. No soy absolutamente un tomista, pero tampoco estoy en contra de Santo Tomás. Y luego mi otro maestro, como ya dije, es ciertamente Newman.
¿Qué actualidad le ve al tema agustiniano de la «Ciudad de Dios»?
La llamada Ciudad de Dios está constituida por todos los escritos de los últimos 20 años de la vida de San Agustín. Hay dos ciudades, la de los hombres y la de Dios. En los siglos IV y V la ciudad de los hombres estaba desapareciendo con las invasiones bárbaras; pero san Agustín pensaba, con razón, que aparecería otra, inspirada por la fe cristiana y católica, que era la ciudad de Dios, y quería, con toda justicia, preparar el porvenir de la humanidad. Según él, la ciudad de Dios sería la sucesora de la ciudad de los hombres. Esto por una parte.
Asimismo, san Agustín tenía una fórmula que me gusta mucho, que me parece muy profunda y que para mí representa la luz de lo que llamo mi ecumenismo: la iglesia tiene hijos entre sus enemigos y enemigos entre sus hijos. Esta fórmula siempre me ha impresionado e inspirado en gran medida. Creo que realmente la Iglesia tiene hijos entre sus enemigos, que son católicos desconocidos, y también es cierto que tiene enemigos entre sus hijos, en todos los países católicos. En Francia hay 50 millones de franceses y 30 millones de ellos son bautizados, pero muchos nada tienen de cristianos. Esta fórmula me parece muy profunda y para mí representa la luz de lo que llamo mi ecumenismo.
¿En qué consiste esencialmente su ecumenismo?
Mi ecumenismo consiste en tratar de convertir a quienes están dentro de la Iglesia en verdaderos cristianos, lo cual es muy complicado; y en segundo lugar, en ayudar a que los que están fuera de la Iglesia tomen conciencia de ser cristianos. Así, mi ecumenismo aspira a que todo el mundo sea cristiano…
Sobre la verdad
El relativismo, el temor y la vacilación en la manera de comprender el diálogo han sembrado, desde los tiempos del Concilio hasta acá, infinidad de errores y gran confusión en torno al tema de la verdad. Probablemente esto tiene que ver con lo que usted escribió en su libro Silencio sobre lo esencial: Al tenderse el olvido sobre lo que es esencial, existe un verdadero riesgo para lo que es propiamente esencial.
Creo que desgraciadamente siempre existe entre los hombres un silencio sobre lo esencial. En la historia de cada familia hay puntos sobre los cuales nunca se habla, es decir, se guarda silencio sobre ciertos aspectos esenciales. Cuando tenemos amigos, también siempre guardamos silencio sobre algunos puntos esenciales. La prueba es que al perder a un ser querido, mi esposa, mi madre o un amigo, siempre me reprocho no haber hablado de lo realmente esencial con esa persona, y siento pesar y remordimiento por no haberlo hecho.
Pienso que el hombre en busca de la verdad debe distinguir en todas las cosas entre lo esencial y lo no esencial. En cuanto a la historia de la Iglesia, yo distingo muy claramente lo no esencial, es decir, las mentalidades, las fórmulas, los colores con los cuales se traduce la religión de Jesús. Eso no es esencial, las mentalidades y los lenguajes varían con los siglos. Con todo, existe un componente esencial, que no varía, y es la afirmación de la verdad del cristianismo.
Pero a veces se calla y por callado se olvida…
Naturalmente, a partir del momento en que callamos algo, al cabo de cierto tiempo se considerará inexistente. Por ejemplo, en la enseñanza laica, en la cual jamás se habla de lo religioso, pasado un tiempo los niños pierden absolutamente el interés en esa materia. Ciertamente, en mi opinión, es una lástima el daño que se inflige con el olvido de lo esencial.
En cuanto al magisterio de la Iglesia, la experiencia obliga, eso sí, a reconocer algunos matices. El Papa, como tal, no puede decirlo todo a la vez, y en consecuencia en un momento señala una verdad y luego la verdad complementaria. Juan Pablo II en la reunión ecuménica de Asís, por ejemplo, dijo una verdad, y en la encíclica Veritatis Splendor señaló la verdad complementaria. Tenemos que seguir el dictado de la conciencia, pero ésta debe conducirnos a la verdad total, filosófica, religiosa y mística.
Pablo VI me decía en una ocasión: «pobre Guitton, usted nunca sabrá conducir una barca». «¿Por qué, Santo Padre?», le pregunté. «porque se necesitan dos remos para conducir una barca y hay que remar sucesivamente a la derecha y al izquierda. Así lo hago yo como Papa, pero usted sería un muy mal Papa…».
¿Cómo así?
Porque yo quería a la vez mover el timón a la derecha y a la izquierda, pero él me decía: «no, sucesivamente un golpe de timón a la derecha y uno al izquierda…».
Tiempo y eternidad
¿Podemos retomar el tema del tiempo y la eternidad?
Cuándo se empieza a estudiar filosofía -y yo comencé a los 20 años- hay que elegir un punto de vista de acuerdo a la propia inspiración. Por ejemplo, en Bergson, el punto de vista era claramente la distinción entre el tiempo y la duración; en Santo Tomás, la distinción entre lo dado a la razón y lo dado a la fe, lo natural y lo sobrenatural; en San Agustín, la distinción entre el tiempo actual y la eternidad, etc. Cada filósofo, cada teólogo, cada gran hombre de Estado tiene lo que yo llamo una perspectiva, un punto de vista. Así, a los 20 años, yo debí elegir una perspectiva. Y tal vez recibí un impulso del Espíritu Santo o de mi propio ser para elegir como punto de vista la distinción entre el tiempo y la eternidad, por parecerme muy importante.
Mis padres me hacían reflexionar a menudo sobre la muerte y yo vi morir a mis abuelos y bisabuelos. Cuando vi fallecer a mi bisabuelo, mis padres me dijeron lo siguiente: «tu bisabuelo no ha muerto, lo enterraremos mañana, pero ha pasado del tiempo a la eternidad». Yo le preguntaba a mi madre: «¿Qué es la eternidad?». Y ella me decía: «más tarde lo sabrás». Me refiero a esto para señalar que al elegir un punto de vista de filósofo, opté por el tiempo y la eternidad, por parecerme un buen centro de perspectiva. Y todos los temas a los cuales me he referido con la vida, en mis diferentes libros, son en realidad aspectos de este problema.
¿No cree usted que una de las causas de la pérdida del sentido de lo sagrado, una de las causas de la secularización del mundo actual, es justamente la pérdida del sentido de la eternidad, en beneficio del sentido del tiempo? Las personas tienen mucho sentido del tiempo, pero casi nadie tiene sentido de la eternidad.
Es muy impresionante, como dijo San Pablo, lo que piensa la mayoría de la gente: «comamos y bebamos, porque mañana moriremos». Ésa es la única idea de casi todos los que pasan por la calle mientras nosotros estamos conversando.
Creo que San Pablo tiene toda la razón. No podemos reprocharle a la gente, sobre todo a las masas actuales, inmersas en la llamada sociedad de consumo, el hecho de pensar únicamente en comer, beber, hacer el amor y por último reventar. Sólo nosotros, los cristianos, anunciamos que eso es estúpido y pronto llegará la muerte y tras ella el juicio. Ahora bien, ocurre un fenómeno muy impresionante que da mucha pena. Cuando era niño, en la iglesia, el cura subía al púlpito para decir más o menos lo siguiente: «niños, amigos, queridos hermanos, hoy estáis vivos, coméis y bebéis; pero estad atentos, porque después de la muerte seréis juzgados por Dios y Él os enviará al infierno, al purgatorio o al cielo. Tened esto bien presente en vuestro espíritu». En la actualidad, en cambio, los sacerdotes ya no predican en esos términos, para ellos la religión es repartir: «¿Habéis repartido bien la fortuna entre vosotros?». En otras palabras, me impresiona mucho que los curas a los cuales se les paga, por así decirlo, por anunciar la eternidad, ahora sólo se ocupen del tiempo.
No sé si podría usted decirme algo sobre el destino. El tema de la libertad y la predestinación interesa y preocupa a muchas personas, ¿verdad?
Sí, hay mucho interés en el tema del destino, la predestinación, la Providencia, etc. Más al respecto, existe un problema prácticamente insoluble: cómo conciliar la predestinación con la libertad del hombre. Mi conocido contemporáneo, Jean-Paul Sartre, muy célebre por haber creado un partido, el existencialismo ateo, decía lo siguiente: «hay que elegir. Si soy libre, eso significa que Dios no es. Ahora bien, soy libre y, por lo tanto, Dios no es». En suma, ponía la libertad por delante y echaba a Dios al tarro de basura, negando su existencia en nombre de la libertad.
Evidentemente, es muy difícil conciliar la existencia de Dios con la libertad humana, porque Él lo ve todo y, por consiguiente, sabe lo que yo haré mañana, de manera que yo no sería libre en mi acción, puesto que Dios la ve anticipadamente…
He ahí la diferencia entre tiempo y eternidad. «Para el Señor un día es como mil años y mil años como un día», nos dice San Pedro en su segunda epístola… Porque para Dios no hay un ayer ni un mañana, sino que todo es eterno presente.
Evidentemente, son problemas insolubles para la razón humana, son los problemas primeros o últimos, en los cuales Jean Guitton ha pensado incesantemente desde los siete años…
Su libro Dios y la ciencia, concebido a la manera de un diálogo, ha tenido gran éxito…
Sí. Escribí ese libro con cierta rapidez, pensando que se venderían escasamente unos mil ejemplares pero se vendieron alrededor de 500 mil…
Uno de sus interlocutores señala allí que usted cree casi con seguridad que la generaciones científicas futuras perfeccionarán la imagen de un universo inmaterial, profundamente ordenado y proveniente de una intención, de una inteligencia…
Mi idea es muy clara. Desde hace aproximadamente 50 años, por primera vez los sabios nos dan una imagen del cosmos en armonía con la concepción de los creyentes. No hablemos de la Edad Media, porque entonces la ciencia no existía, pero a partir de la condenación de Galileo, entre los siglos XV y XIX, mientras más se elevaba la ciencia, más descendía la religión. Ahora, a partir de 1900 y sobre todo de 1940, de acuerdo a la idea de Teilhard de Chardin, los avances de la ciencia dan la razón a la religión. Es un fenómeno nuevo, que inspiró mi libro.
Intimidades célebres
Mantuvo usted una estrecha amistad o al menos conoció muy de cerca a varias celebridades de este siglo, principalmente franceses, por cierto…
Conocí mucho a Teilhard de Chardin, porque él iba muy a menudo a visitar a una prima, que vivía allí, enfrente de mi casa (lo dice indicando el edificio que se ve a través de la ventana). Además, su familia, como la mía, era una familia de la gran burguesía, aunque con raíces volterianas, formados en el catolicismo. Teilhard intuyó que el progreso de la ciencia daría a la fe una nueva proyección. Era de temperamento rebelde, le gustaba ser fundador y único en su especie y tener la razón contra todos; pero al mismo tiempo no quería dejar la Compañía de Jesús. Ocurrió una cosa muy curiosa. Teilhard me había contado que deseaba morir el día de Pascua. Yo le decía que uno no puede elegir el día en que se muere y que él tal vez moriría en Navidad o un día cualquiera, pero no en Pascua. Pero efectivamente falleció el día de Pascua, en la ciudad de Nueva York. Pablo VI me había dicho algo parecido, que deseaba morir el día de la transfiguración, El 6 de agosto…
Y estuvo muy cerca de ser así…
Cerca, falló por un poco Pablo VI. Yo le contaré que también elegí mi día: me gustaría morir el 18 de agosto. Usted verificará si ocurre así…
¿Y qué podría decir de algunos otros contemporáneos suyos, como Maritain, por ejemplo?
No me gustaba Maritain
¿Por qué?
Porque Maritain me parecía sectario. Lo conocí cuando pertenecía a la Acción Francesa, es decir, como discípulo de Charles Maurras. Luego fue el maître à penser de la Democracia Cristiana y más tarde habló contra el Concilio en un libro titulado Le paysan de la Garonne (El campesino del Garona). Me di cuenta que Maritain siempre cambiaba. Por mi parte, he tratado de permanecer idéntico en todo momento, y me parece haberlo conseguido, aunque a veces me haya equivocado. Maritain, cada vez que cambiaba, estaba además muy seguro de tener la razón.
¿Y Bergson?
Bergson, para mí, es un genio. Después de estar con él, uno tenía la impresión clara de haber conversado con un genio. Es difícil de explicarlo.
¿Y Blondel?
Blondel es diferente. Lo conocí mucho. A mi modo de ver era demasiado católico, en el sentido de que, según él, no es posible ser verdaderamente razonable sin ser católico. El libro que le dio la gloria, titulado La acción, pretende demostrar que sin una adhesión a la religión católica uno está fuera de la verdad de la acción. Eso me parece falso. En esto soy tomista y Blondel es antitomista. Soy tomista en cuanto creo en la existencia de lo natural, ámbito en lo cual nos guía la razón, por encima de lo cual está lo sobrenatural, proveniente de la fe, de la revelación. Para Blondel, en realidad sólo existía lo sobrenatural, en el fondo. Por eso nunca tampoco estuve muy vinculado con el Padre de Lubac, del cual se habla mucho, quién escribió un libro llamado Lo sobrenatural, en el cual procuró hacer una transposición de la idea de Blondel.
¿Y en otra generación, Althusser, que fue alumno y discípulo suyo?
Es la cuestión más dramática de mi vida. Cuando yo era profesor en Lyon, había un tipo en la segunda fila de la sala, con una frente maravillosa y cabellos dorados, que siempre era el primero de la clase. Le dije que lo consideraba mi discípulo predilecto y me respondió: «sí, señor, quiero ser su discípulo predilecto». Al terminar la guerra, durante la cual fue prisionero, me invitó y me contó que una mujer llamada Hélène lo había convertido al marxismo. Me dijo: «maestro, soy totalmente contrario a usted, ahora voy a enseñar lo contrario de lo que usted siempre me dijo. Soy ateo y marxista y Hélène es la única que me ha revelado la verdad, es decir, el marxismo y el ateísmo; pero estoy muy cansado, tengo crisis nerviosas y le pediría visitarme cada vez que me encuentre en un hospital psiquiátrico». Durante treinta años se dieron así las cosas. Althusser fue marxista y enseñó marxismo en L’École Normale, pero cada vez que estaba en una clínica psiquiátrica me llamaba por teléfono pidiéndome visitarlo, y yo iba. En una ocasión me dijo lo siguiente: «estoy convencido de que el mundo está perdido sin una alianza entre el régimen soviético y la Iglesia Católica Romana. Es necesario que el Papa vaya a Moscú y la gente de Moscú venga Roma. Por eso le pido que me consiga una audiencia con Juan Pablo II, al cual usted conoce porque quiero decirle estas cosas». Yo le escribí al Papa diciéndole que el jefe intelectual del marxismo francés quería verlo. Juan Pablo II me dijo: «que venga inmediatamente, lo recibiré encantado. Me gusta su amigo Althusser, porque es tremendamente lógico». Sin embargo, no estuvo con él, porque poco después Althusser estranguló a su mujer con un pañuelo, un día por la mañana, después de una gran discusión. Yo hice todo lo posible por evitar que enfrentara la justicia francesa. Le conté a todo el mundo que era loco, con todos los antecedentes que poseía.
Tenía efectivamente crisis de locura…
Tenía crisis de locura, pero de una locura muy razonable, porque era loco, pero muy razonable. En definitiva, actualmente está ocurriendo en Rusia lo que él había predicho, es decir, Rusia ha vuelto a ser cristiana. En su casa, Althusser tenía lado a lado en su biblioteca las obras completas de Lenin y las de Santa Teresa de Ávila. Yo le pregunté el porqué de esa juntura. «Por una razón muy simple -me explicó-, porque mi gran idea es conciliar a Lenin y a Santa Teresa de Ávila».
Era una especie curiosa de místico…
Tremendamente místico. De una mística frustrada, es claro.
¿Le confió alguna vez algún deseo de ser sacerdote o monje?
Sí, cuando tenía 17 o 18 años y era alumno mío, quería ser monje, y ya se preparaba para ingresar en un monasterio. Todo eso aparece en mi libro titulado Un Siècle, Une Vie. Es absolutamente real lo que ahí cuento de Althusser. Era un genio místico, pero evidentemente muy enfermo. Un loco místico.
Años de guerra y fin
Durante la Segunda Guerra estuvo usted preso en Alemania, ¿verdad?
Sí, y mi vida en Alemania fue muy curiosa.
¿Dónde lo tomaron preso?
En Clermont Ferrand, en el centro de Francia. Se dirigieron a ese lugar para tomarme preso y luego no me soltaron y pasé cinco años con ellos.
¿Qué tenían contra usted?
No tenían nada en contra mía, yo era simplemente prisionero de ellos. En un momento dado, el representante de Hitler en París, llamado Abetz, que quería ayudarme, había dicho que yo sería puesto en libertad, porque Hitler había liberado a todos los nacidos antes de 1900 y yo había nacido justo en 1901. Él no comprendía, en realidad, por qué yo seguía siendo prisionero. Ya había dado órdenes para que me dejaran salir y yo volviera a París, pero luego Abetz llamó a uno de mis amigos, llamado Daniel Elevi, y le dijo lo siguiente: «su amigo Guitton es un cándido. Al llegar al campo de concentración, se dedicó, delante de todos los oficiales, a dar clases sobre Bergson, que era un asqueroso judío, de manera que nunca será puesto en libertad». Así, mi fidelidad a Bergson y a los judíos me costó cinco años de cautiverio.
¿Dónde lo tuvieron todo ese tiempo?
Los alemanes cambiaban todos los años de campo de concentración a los prisioneros, porque éstos cavaban túneles para escapar, de manera que estuve en muchos lugares en Alemania. Al final, me llevaron a un campo muy famoso, en Colditz, donde los alemanes habían agrupado a los prisioneros más conocidos. Ahí estaban todos los parientes del rey de Inglaterra, los parientes de Churchill, franceses de Francia libre, etc. Así, durante dos o tres meses viví con los principales personajes del cautiverio alemán, hasta el día en que los rusos se apoderaron de ese campo, después de lo cual estuve tres o cuatro meses bajo el ejército ruso.
¿En Alemania?
En Alemania y después en Europa del Este, específicamente en Polonia, siempre en manos de los rusos. Ellos me dijeron que me llevarían a Odesa, desde donde regresaría a Francia en barco. Y finalmente volví a París, donde reinicié mi vida.
Entremedio de estos comentarios biográficos, la conversación toca ya a su fin. Miramos algunos de sus cuadros. El tema de la serie se titula La mujer, Eva y María. Asimismo los originales de sus ilustraciones para el libro Terra Sancta. «En la mitad de mi vida fui a consultar la Tierra Santa», comenta Guitton, quien mantuvo siempre una gran amistad con el padre Lagrange, legendario fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén. A este exégeta dedicó su libro El Padre Lagrange, la ciencia y la fe.
Y a modo de epílogo comenta aún:
En un escritor hay dos cosas: sus ideas y la historia de su vida. En general, los filósofos contemporáneos separan las ideas de la historia de su vida. A Bergson, por ejemplo, le gustaba que hablaran de sus ideas, de su sistema, de su filosofía; Pero detestaba que se refirieran a él y en su testamento pidió romper y quemar todas sus cartas, porque en ellas a veces hablaba de sí mismo. Yo pienso lo contrario. Desgraciadamente he hablado hoy demasiado de mí mismo, pero la característica de mi obra es que no se puede separar mi pensamiento de mi historia personal.