Esta entrevista forma parte del libro:
Desde el Neolítico hasta Vietnam, pasando por la expansión europea a través de España, Chile, Paracuaria, el espacio americano, Grecia, Roma, el decrecimiento de las poblaciones, los problemas suscitados por la decadencia de las civilizaciones, y así en adelante, nada escapa a la atención de Pierre Chaunu, que con algo más de 60 años es hoy la principal figura de la ciencia histórica de ese país de grandes historiadores que es Francia.
Catedrático de Historia Moderna en la Sorbona, miembro del Instituto de Francia, autor de innumerables y muy importantes libros en su especialidad, la firma de Chaunu aparece también con frecuencia en la prensa –especialmente en el diario Le Figaro- comentando temas de interés histórico. Es, sin duda, además de un contundente comunicador, conferencista lleno de chispa y de vida, capaz de mantener por más de una hora la expectación de un auditorio que colma el inmenso anfiteatro del Palais des Congres de París, como sucedió en la tarde inaugural del “Noveno Congreso Internacional de la Familia”, día de nuestro encuentro.

Abordamos el tema de nuestra conversación por el camino que ofrece uno de sus postulados más conocidos:
–Usted ha señalado en sus libros que la crisis contemporánea es una crisis de la memoria. ¿Podría explicar brevemente el sentido de este diagnóstico, precisando a su vez en qué medida la memoria es una condición indispensable para el progreso?
-Esto me parece del todo evidente. Me he referido a ello diciendo que tenemos dos memorias. Una es la memoria biológica, genética, que al igual que en todos los seres vivientes se halla inscrita en un espermatozoide y un óvulo para generar al ser humano. Ahora bien; es evidente que al llegar al mundo el ser humano no sabe hacer nada y necesita una reprogramación de acuerdo con todo lo vivido con anterioridad por los hombres que lo han precedido, siendo esto último lo que constituye la cultura. Resulta completamente evidente que de otro modo no podemos vivir. Necesitamos aprender, comenzando por nuestra necesidad de adquirir un lenguaje. Tenemos que aprender las palabras y los gestos y tenemos que tratar de aprender lo acumulado por los hombres con anterioridad a nosotros.
Hay una imagen que he empleado con frecuencia: del mismo modo como el cerebro contiene tantas neuronas conectadas entre sí, todos nosotros constituimos en conjunto una especie de cerebro humano. En primer lugar, yo formo parte de una especie de cerebro con los hombres que viven en mi época; pero también lo integro con todos los que me precedieron. La memoria consiste precisamente en esto. Creo que el gran filósofo español de comienzos de siglo, Ortega y Gasset, solía decir: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Ahora bien, “mi circunstancia” incluye no sólo mis relaciones con los hombres que me rodean sino también las que me unen a todos los que me precedieron. De alguna manera soy también contemporáneo de Platón, soy contemporáneo de Virgilio, soy contemporáneo de todos los hombres que me precedieron y espero encontrar en la vida eterna. Creo, por consiguiente, que todo constituye algo fundamental y no puede haber una ilusión más estúpida que aquella consistente en decir “hagamos tabla rasa del pasado”. Esta es una frase sin sentido, es una frase de la Internacional, es una frase que proviene de Marx, yo creo, quien ha dicho tantas cosas sin sentido.
“Hagamos tabla rasa del pasado”. ¿Qué significa esto? Si hago tabla rasa del pasado, dejo de existir. Yo soy solidario con todo lo acumulado por los hombres con anterioridad a mí y naturalmente tengo que seguir transmitiendo lo acumulado. La transmisión se realiza mediante recursos y códigos, tales como la escritura y los diccionarios, así como todos los sistemas que me permiten saltar una generación. Mediante los libros, puedo remontarme un siglo hacia atrás si la biblioteca sigue existiendo y al comprender un idioma, uno puede evidentemente penetrar en dos, tres o más generaciones; pero en último término resulta del todo evidente mi profunda solidaridad con esta memoria. Del mismo modo que la memoria me permite conservar una cierta imagen del pasado, la memoria cultural me permite preservar y hacer progresar lo adquirido.
Solidaridad unilateral
–¿A qué atribuye que la solidaridad se considere hoy tan exclusivamente en relación con el presente?
-Yo creo que esto se debe a una ilusión que oculta una realidad. Creo que es una ilusión propia especialmente de los años 60.
En esos años se producen en el mundo niveles de crecimiento anual del cinco, siete, ocho y 10 por ciento, incluso del 12 y 13 por ciento en Japón.
¿Qué significa esto? Significa que si tengo un crecimiento del 5 por ciento anual, la masa de las riquezas, de los objetos de los cuales dispongo se va a doblar en algunos años. Esto llegó a producir en un momento la impresión de que todo lo cual de que se disponía se debía exclusivamente a nosotros mismos y al proyectarlo hacia el futuro, el pasado evidentemente resulta carente de interés. Sin embargo, si esas realizaciones eran precisamente fruto de lo acumulado en el pasado. Tengo que decir que en términos razonables lo lógico habría sido decir: “Soy aún mucho más solidario con el pasado en la medida en que progreso con mayor rapidez y mi progreso se debe precisamente a la existencia de esa acumulación en el pasado”.
A menudo afirmo que la cultura es un proceso lineal acumulativo. Ahora bien, resulta comprensible el hecho de que una ilusión óptica haya producido el sentimiento de que el presente en el fondo dejaba totalmente de lado el pasado, a pesar de que en realidad las realizaciones del presente provenían justamente de una buena utilización de la enorme acumulación del pasado.
En seguida, cambiando el giro dentro del mismo tema, expresa:
-Yo diría, en este sentido, que hay con frecuencia en la historia, como fenómenos repetitivo, algo así como la situación imperial china de los siglo XVII y XVIII, que consiste en decir: “Desde el momento en que Confucio escribió precisamente esto, yo no puedo agregar ni una sola línea a lo que dijo Confucio”.
–Pero esto no parece propio de la tradición judeo-cristiana- preguntamos a nuestro entrevistado, quien es de religión calvinista, y con frecuencia acude a referencias bíblicas.
-Es algo que me interesa, porque me ubico en esta tradición y en la tradición judeo-cristiana, la palabra de Dios es la Biblia. La Biblia no es el Corán. Los musulmanes tienen una visión más estrecha que nosotros de la Escritura y de la Palabra de Dios. Para ellos el Corán es increado, es decir, algo que no se ha modificado. Nosotros sabemos que la Palabra de Dios es una palabra dicha, es decir, tiene que ser pronunciada y escuchada. Pero nuestra comprensión, mi comprensión de ciertos pasajes de la Biblia no es igual a la de San Agustín, ya que cuento con ciertos elementos de los cuales San Agustín no disponía y que me permiten una mayor comprensión y profundización.
Existe así un cierto culto al pasado, que sin hacer tabla rasa de él, sabe también en determinado momento dejar de lado ciertas cosas. La memoria del pasado es en todo caso algo vivo, como se ve muy bien en las reflexiones de Henri Bergson sobre la memoria.
–¿Y cómo traduce esto al plano social, político y contingente?
-A menudo me defino como liberal conservador. En política pertenezco a la familia de los conservadores, pero los conservadores no son reaccionarios. Al respecto siempre cito la expresión de ese gran hombre de Estado conservador del siglo XIX en Inglaterra, el gran Disraeli. Él decía “nosotros, los conservadores, podamos los árboles para que el bosque sea más hermoso”. Los conservadores son los hombres que podan los árboles, es decir, con respecto al pasado tengo esa especie de culto a que aludí, pero no al modo como los musulmanes consideran el Corán. No me parece que el pasado sea un Corán, ni tampoco considero el pasado como un mandarín de la China de los siglos XVII y XVIII. Yo me ubico precisamente dentro de la tradición cristiana, según la cual la Palabra de Dios es una palabra viva y por lo tanto mi relación con el pasado es también una relación viva.
No existe, por tanto, locura mayor que hacer tabla rasa del pasado, pero al mismo tiempo el pasado es algo vivo, algo que se desarrolla en forma permanente, no es algo muerto ni definitivamente fijado. Es por eso que me gusta mucho la expresión de Disraeli: -“podemos los árboles para que el bosque sea más hermoso”- pero naturalmente no los arranquemos. Los conservadores liberales progresistas se preocupan de podarlos justamente para que den más frutos.
¿En qué medida el equilibrio psíquico de una persona o de una sociedad supone la asimilación del sentido de duración y de eternidad? ¿Podría también explicar en qué momento histórico ubica el comienzo de la desvalorización del pasado y qué consecuencias le ve en adelante a ese proceso?
En cuanto a lo primero, el pensamiento de Pierre Chaunu en la materia se resume en los siguientes términos: La duración, es decir el tiempo vivido, supone la práctica de un equilibrio en el seno de las conciencias individuales entre el pasado, el presente y el porvenir. Pero un perfecto dominio de la duración supone, asimismo, la noción de Eternidad, es decir, de algo totalmente fuera del tiempo, fuera de todo pasado y de todo futuro; algo más que meramente una sobreduración.
Y agrega:
Es sin duda necesario ser lo suficientemente fuerte como para superar la impresión de ir hacia la decrepitud, para poder dejar de lado la experiencia individual. Pero en verdad lo existencial de la vida, la experiencia de la vida, no es la del progreso, sino la de la decrepitud. Nos dirigimos hacia la muerte y en el fondo la experiencia que tenemos no es de progreso. En nuestra condición de seres humanos, dentro de un cuerpo humano, tenemos la experiencia contraria, tenemos la experiencia de una decadencia. Por lo demás, la palabra “decadencia”, en francés, se refiere a la vejez, al envejecimiento, a lo que le ocurre al ser humano cuando envejece.
-¿Es a ello que apuntan en lo esencial sus investigaciones tan comentadas sobre la decadencia?
-Sí, eso es –responde Chaunu.
Y en seguida, retomando el hilo:
-En cuanto a la desvalorización del pasado, creo de modo incuestionable que es algo relativamente reciente. Para empezar, la idea del progreso y de progreso irreversible es una idea del siglo XVIII. Ahora, fíjese que el primer texto que encontramos en francés con una exaltación del futuro es de Rabelais, a comienzos del siglo XVI, en que Gargantúa le dice a su hijo Pantagruel: “Tienes suerte, hijo mío, porque vives en un mundo en que toda ciencia ha sido restaurada y en el fondo serás más feliz de lo que yo fuera hace veinte años”. Pero esto es algo fugaz, es la primera referencia. En el siglo XVIII reaparece en cambio definida y concretamente, existiendo algo tangible como para poder afirmar con seguridad: “Es mejor vivir actualmente que haber vivido hace 40 ó 50 años.
En el siglo XIX hubo luego esa especie de exaltación y de contrasentido que consiste en decir: “Bueno, en el fondo el presente es de tal naturaleza que el pasado no significa nada y podemos abandonarlo”, a pesar de que gracias a los beneficios acumulados en el pasado podemos, naturalmente, seguir progresando. Esa idea de despreciar el pasado apareció y se expandió en el siglo XIX, llegando hasta un nivel en que el hecho de decir que algo es arcaico tiene un sentido peyorativo, y eso es típico de los años 60.
Creo, eso sí, que ahora, en 1986, realmente con las tensiones y dificultades que hay en el mundo, es evidente, que el mito del progreso tiene mucho menos fuerza de la que tenía en los años 60 o 70. Sin duda alguna.
-Usted ha afirmado que todo sistema social que busca como meta exclusiva la felicidad de los miembros del cuerpo social cosecha la desgracia. Incluso ha puesto en este sentido, como término de comparación, el aburrimiento de Suecia, con la esperanza que, por ejemplo, alimentaba a Solzhenitsyn en el Gulag…
-Evidentemente, evidentemente…
-¿Podría, entonces, explicar la naturaleza de estas dos acepciones de la felicidad: aquella que se promete como una realidad material tangible y aquella que se goza como un estado natural de quien aspira a algo mayor?
-Creo que el objetivo último de la sociedad consiste en permitir que cada uno se realice y dé respuesta a su vocación profunda. Creo que la vocación del hombre consiste en que Dios pueda construir la vida eterna con los instantes que vivimos. Ahora bien, soy yo quien tiene que aceptar la respuesta que debo dar. Nadie puede responder en mi lugar. El Deuteronomio dice: “He puesto la vida y la muerte delante de ti, elige la vida”. Yo tengo que responder. Y el objetivo principal de la sociedad consiste en permitir que cada uno responda y no en responder en su lugar. Hay que dejarle a la gente la posibilidad de responder. En este sentido, soy liberal y creo profundamente en la división de los dos reinos. Uno de los reinos no es de este mundo. Estamos en este mundo y en él debemos responder al llamado que Dios nos dirige.
El contrasentido básico de una sociedad a la sueca, o de ese socialismo blando, consiste entonces en pedirle justamente a la sociedad algo que sustituya esa vida eterna que, finalmente sólo puedo recibir de Dios y obtener mediante una relación profundamente personal con El. La ciudad o el Estado político no pueden proporcionar un estímulo que asegure mi felicidad en este mundo y en el otro. Solamente deben permitir la elección o rechazo de este fin. Al respecto soy cristiano y pagano al mismo tiempo. Mi reino no es de este mundo, existe César y existe lo que está más allá de César.
Muy a menudo, cuando estábamos en gobierno socialista, yo decía: “No le pido al estado que se ocupe de la educación de mis hijos ni que construya mi felicidad; le pido que me deje en paz y me permita elegir, que me deje educar a mis hijos y construir mi felicidad como yo quiera”. Creo que, de todas maneras, la ciudad donde yo estoy tiene que velar por el respeto de las normas elementales del derecho natural y por cierto yo le pido que proteja, que garantice mi integridad, mi integridad física, pero no le pido que me asuma, ya que eso no le corresponde. César no tiene que responder por mí ante Dios. Y yo no se lo estoy pidiendo a César – “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”-. César y el magistrado, en cierto modo, aseguran la existencia de una ciudad neutra, donde cada cual pueda realizarse de acuerdo con su vocación y en ningún caso yo le pido otra cosa a César. Si en algún momento César o Alejandro pretenden responder en mi lugar en relación con mi propia felicidad, yo les diré junto con Diógenes: “No me tapes el sol”, retírate, lo único que te pido es que hagas reinar este Estado naturalmente.
–Precisamente la confusión entre esos dos órdenes es lo que se produce en ciertas expresiones teológicas contemporáneas…
-Refuté recientemente la tesis de un jesuita colombiano, que hacía teología de la liberación.
Y yo le dije: Mire, en el fondo no hay problema. Usted es exactamente igual a la gente que está condenando, porque de todos modos, usted está mezclando el trono con el altar. Usted le reprocha y yo como usted a ciertas iglesias de haber hecho, si usted quiere, un pacto con cierto poder político, el poder político de Marx. Eso no le corresponde. La función de la Iglesia no consiste ni en predicar la preservación ni en predicar la revolución. La función fundamental de la Iglesia se encuentra en el discurso “Cristo ha resucitado”.
Tiranía, liberación y familia
Como apéndice del mismo tema, Chaunu se extiende acerca de las pugnas entre los dos poderes y la resistencia ante la tiranía. El tema le interesa y se apasiona con las diversas interpretaciones que se le da. En referencia a lo segundo señala:
-De todos modos es un arma que sólo se puede utilizar en una situación extrema, no hay que abusar de ella. Por lo tanto, desconfíe, es peligroso. En ningún caso debemos abusar.
Pero yo no estaría lejos de pensar que de todas las tiranías que hay en el mundo hay una que es evidentemente más atroz que cualquiera: es la tiranía comunista. Creo que realmente la tiranía comunista es extrema, hasta el punto, por ejemplo, contar con un poder que estimula y sistematiza el aborto. Naturalmente, no estoy lejos de reconocer al tirano en ese poder, tanto en el ejercicio como en la usurpación. Si se trata de un tirano por usurpación, tengo entonces todos los derechos en relación al mismo.
De todas maneras éstas son armas como las atómicas y pienso que hay que mantenerlas en reserva. Creo que lo mejor es evitar su uso y recordar que existe el mal menor y que tal vez en el mundo hay ciertos autócratas que no hay que confundir con los tiranos. Los tiranos son pocos, los conocemos de todas maneras, hay uno en Cuba, hay también gente en Afganistán que me parece que corresponde bastante bien con la figura del tirano.
–Es algo que se desprende de sus trabajos, que es posible juzgar a un sistema de civilizaciones por su modo de entender la muerte. ¿Cómo estima la muerte el hombre de hoy?
-El hombre de hoy no estima la muerte en absoluto y trata justamente de olvidarla. La técnica utilizada en los años 60 y 70 consistía en considerar la muerte como lo obsceno por excelencia. Durante mucho tiempo fue el sexo lo que se consideró obsceno, pero ahora fue la muerte la que se estimó obscena.
Pienso por supuesto que el sexo no es obsceno si se orienta hacia el bien que existe entre dos personas que se aman y por otra pare permite la prolongación de la vida. Tampoco la muerte es obscena, la muerte es el fin de la vida en el tiempo y tengo la profunda convicción de que a partir de ese instante es que se nos abre la vida eterna, que es el instante final.
-La libertad, según su planteamiento, se articula con la ley y se opone a la anarquía y hoy, incluso, a la liberación.
-La liberación es una fábula más de la anarquía y de la opresión.
-Ahora, y ya que viene usted de participar en un Congreso sobre la familia, le pregunto, ¿en qué medida puede decirse que es ésta, la familia, la que entrega la verdadera matriz de la libertad?
-La familia constituye realmente la célula social fundamental y por otra parte esa célula fundamental natural se halla inscrita en nuestros cien millares de células. Cuando estudiamos, cuando vemos nuestra dependencia en relación justamente con la retransmisión de la cultura, nos damos cuenta de que la vida humana no puede existir sin la estabilidad de la pareja monógama. Eventualmente alguno puede dejarla de lado por un tiempo, pero no es posible eliminarla del todo.
En cuanto a la libertad, no se inventa, se vive. La libertad no brota, se aprende, como la ley, sobre las rodillas de una madre, en el seno de un hogar, en la plaza de un municipio. Es con la ley y con la transmisión del legado cultural como la libertad se construye, con la conciencia de sí que es una conciencia ética.
Esta entrevista forma parte del libro: Crónica de las ideas. Para comprender un fin de siglo