Junto a la Basílica de San Juan de Letrán, en la Pontificia Universidad Lateranense, creada por Pío XI, se encuentra el “Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia”, fundado hace sólo seis años por el actual Pontífice. Otorga Licenciatura y Doctorado en Teología y Master en Ciencias del Matrimonio y la Familia. Su director es Monseñor Carlo Cafarra, catedrático en teología moral, miembro de la Comisión Teológica Internacional, consultor de la Sagrada Congregación para la doctrina de la Fe y quizá el principal especialista que se conozca en materia de bioética. Según un trascendido, nuestro entrevistado ha sido el principal autor del documento sobre el tema de la manipulación genética, dado a conocer en esos mismos días por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la Instrucción “Donum Vitae”.
El tema fluye con facilidad y con calidez peninsular.
-Habitualmente, y no sin razón, a los hombres les preocupa mucho lo concerniente a la energía nuclear. Usted ha señalado en otras oportunidades que, al lado de la manipulación genética, la cuestión nuclear es casi un juego de niños. ¿Cuál es el motivo de esta comparación?
-Para mí, verdaderamente, la revolución, llamémosla así, “biológica”, es mucho más grave que los problemas anexos a la energía nuclear. ¿Por qué? Porque hoy el hombre ha metido las manos en las fuentes mismas de la vida, y ha adquirido un poder tal que puede influir sobre la propia procreación humana futura. Esto no había ocurrido nunca en la historia. Hasta ahora había existido un límite más allá del cual el hombre, con su poder tecnológico, jamás había logrado pasar. Jamás. Este límite era el de la naturaleza biológica del hombre. Hoy estamos en el punto en que podemos, en cierto sentido, trascender aun aquel límite. Y para mí la gravedad del asunto reside en que el hombre adquiere ese poder precisamente en el momento en que tiene menos sabiduría para poder utilizarlo bien. Tal es el drama de hoy: un poder inmenso en manos de personas poco sabias. De este modo, comprenderá que la Iglesia encara en esto una de sus misiones más importantes: guiar al hombre hacia una sabiduría que le permita hacer un uso humano, y no antihumano, de este poder.
El hombre no debe ser producido, sino generado
-Según ha señalado un científico inglés, “hoy estamos pasando de la sexualidad sin niños a los niños sin sexualidad”. Como presidente del Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia y como uno de los mayores especialistas en asuntos de bioética, ¿qué apreciación moral puede darnos respecto de experiencias como la inseminación artificial y la fecundación “in vitro”?
-El problema fundamental a mi juicio es el siguiente: ¿el hombre puede ser producido o puede ser sólo engendrado? Me explico: podemos aportar –introducir- las condiciones para que surja una nueva persona humana. Preguntémonos, ¿cualquiera de ambas formas de hacerlo es digna del hombre? Para responder correctamente a esta pregunta, debemos, en primer lugar, saber quién es el hombre. Y lo más profundo y más sencillo que podemos decir sobre el hombre es lo siguiente: el hombre no es algo, sino alguien. Esto es: existe una infinita distancia entre las cosas y la persona humana. Todas las cosas, en su conjunto, no valen lo que una sola persona humana. Si la persona humana es alguien, y no algo, la actividad que le da origen no debe ser de la misma naturaleza de aquella que da origen a las cosas. Pues bien, la actividad que da origen a las cosas es siempre, en fin de cuentas, una actividad de producción. Las cosas son producidas por el hombre. ¡Pero el hombre no puede ser producido por el hombre! El hombre sólo puede ser generado. La confirmación de lo que digo reside en el hecho de que la actividad de producción supone siempre una desigualdad entre quien produce el objeto y el objeto producido. Siempre. Hasta tal punto es cierto que yo, que produzco, puedo emitir un juicio sobre la cosa producida, y decir, por ejemplo: “Es un objeto bien hecho” –y por tanto conservarlo-; o “Ha resultado defectuoso” –y eliminarlo-. Y en la misma lógica radical de la producción, esta posibilidad de juicio se refiere al valor de la cosa producida.
Ello no es posible en la relación entre una persona humana y otra persona humana. No puedo emitir un juicio de este tipo sobre mi prójimo, y decir: “Esta persona humana no vale, y por tanto la eliminaré”. En consecuencia, no se trata de una actividad de producción, sino esencialmente diversa de ésta. Es posible comprender esto desde otro punto de vista, que es el siguiente: sólo un acto de amor conyugal puede crear las condiciones para que surja una nueva persona. Porque la actividad, por decirlo así, del amor, por su misma naturaleza, no instituye, no supone, no causa, ninguna desigualdad entre quien ama y quien es amado. Por el contrario; en el acto del amor conyugal, los esposos en el fondo no pretenden en lo inmediato tener un hijo, sino lo reciben como un don que les es ofrecido por otro amor: el amor creativo de Dios. Usted puede ver que tenemos aquí un conflicto de dos lógicas contrapuestas. Y a propósito, surge aquí otro asunto: uno de los males, en mi opinión, más profundos para el hombre actual, es el de haber introducido una lógica de producción técnica en todas las relaciones, en todos los aspectos de la vida. Con el resultado de que el hombre se destruye con esto. Y esto rige también en el campo de la economía. Las dos declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe lo han hecho muy claramente. ¡Se trata en el fondo de que se ha olvidado, como decía antes, que el hombre no es algo sino alguien!
El hombre disfruta de una infinita dignidad, y no es posible degradarlo al nivel de una cosa de la cual haga uso.
¿Pero, ¿qué puede decirme, en concreto, acerca de la inseminación artificial y de la fecundación “in vitro”?
-A la luz de estas reflexiones generales, es bastante fácil responder a su pregunta. Lo que caracteriza a la fecundación “in vitro” es que el acto que establece las condiciones para que pueda surgir una nueva persona humana no es el acto conyugal, sino una acción realizada por un técnico. Y si bien tenemos aquí un procedimiento, si queremos, más simple, depurado, sin riesgo para el embrión –cosa, en todo caso, muy teórica-, por la naturaleza misma del procedimiento, no se trata de una acción éticamente lícita. Por las razones que le señalaba antes: es un acto de carácter técnico: el hombre no es engendrado en la fecundación “in vitro”, sino producido. Y lo que se produce son las cosas, no los hombres.
¿Licitud de la inseminación artificial?
-En cuanto a la inseminación artificial, como usted sabe, desde el punto de vista técnico, la diferencia esencial es que no excluye el acto conyugal. Y la concepción tiene lugar siempre “in vivo” y no “in vitro”. Aquí podemos distinguir entre la inseminación artificial heteróloga y la homóloga; la primera, obviamente, no plantea problemas éticos. Es ilícita. Claramente no es lícita. Hablo de la inseminación que se produce sin la participación de uno de los dos esposos. En la homóloga, en cambio, intervienen ambos.
Ahora bien, hay que hacer una distinción muy importante en la inseminación homóloga, que es, nuevamente, consecuencia de lo dicho antes: si la inseminación artificial es una ayuda que la medicina ofrece al acto conyugal para que pueda ser fecundo, es lícita. Si, en cambio, sustituye el acto conyugal, se hace –por las mismas razones anteriores- ilícita. Actualmente, por fortuna, se conoce científicamente a lo que he llamado “inseminación artificial homóloga” lícita, con mayor precisión, como “asistencia a la procreación”, o “procreación asistida”, que significa que, tras el acto conyugal, el médico interviene de manera que los dos gametos puedan reunirse para producir la fecundación. En este caso, como vemos, no hay problemas éticos, porque la medicina actúa sólo como una ayuda a la naturaleza, para que ésta pueda cumplir sus objetivos.
¿El embrión es persona?
-Los problemas relativos al embrión son, ahora, muy graves, en mi opinión aun en el plano jurídico-político. Desde un punto de vista biológico, sabemos actualmente con certeza que, una vez producida la fecundación, tenemos ante nosotros a un nuevo individuo de la especie humana, poseedor de un código genético propio. Esto, desde la perspectiva ética, es suficiente para afirmar que dicho ser merece un respeto absoluto. Hasta tal punto es así que el magisterio de la Iglesia, aun dejando discutir a los teólogos sobre el momento en que Dios crea e infunde el espíritu, ha afirmado siempre que esta discusión no tiene gravitación sobre la norma moral que prohíbe el aborto. (El magisterio de la Iglesia siempre ha afirmado, al margen de esta duda, que la vida debe respetarse desde la concepción).
Desde una perspectiva filosófica, hay quienes querrían hablar no de una persona humana, sino de una potencial persona humana. Pero esto en último término significa un planteamiento muy ambiguo. Si la persona humana no está en ese momento completamente realizada, no lo estamos tampoco ni usted ni yo: la realización de la persona humana termina sólo en el momento de la muerte, cuando el Señor lo decide, momento en el cual entramos definitivamente en la eternidad, y nuestra historia personal termina. Este planteamiento, pues, no tiene ninguna aplicación particular al caso del embrión, sino al de la persona humana como tal. Ahora bien, ¿esto significa que yo puedo matarlo a usted, porque usted es sólo una persona humana potencial? Evidentemente que no.
¿Quien puede decidir cuando suprimir una vida?
-Si con esto se quiere decir que el embrión es una persona en potencia, pero no una persona humana, todavía uno se pregunta: ¿y cuándo comienza a serlo? Esto es muy importante: ¿cuándo comienza a serlo? Me responden teólogos y filósofos; cuando se infunde el alma. Y yo pregunto: ¿cuándo se infunde? Me responden: no lo sabemos, probablemente no lo sabremos nunca. Pues bien, de acurdo con su razonamiento, desde que me dicen que nunca puedo establecer cuándo empieza a existir, debo concluir que puedo, en cualquier caso, matar no sólo al embrión, sino también al feto, y no sólo al feto, sino también a ser recién nacido. Pues bien, deben decirme cuándo, ya que dicen “hay que fijar un momento”. Pero ¿quién lo fija? ¿Quién tiene la autoridad para decir “en este momento ésta ha dejado de ser una persona humana en potencia? Quien tiene ese poder, tiene también el de decir “en este momento puedo suprimir la vida”.
-Pero si el poder de la ciencia se aplica no a la facultad de disponer de la vida, sino, por ejemplo, a congelar el embrión: usted guarda el embrión para cinco años más… ¿Cómo se aplica allí el respeto a esta persona…?
-El problema del congelamiento es muy importante. ¿Por qué? Porque, antes que nada, como usted sabe, el congelamiento no puede mantenerse para siempre. En cierto momento debe interrumpirse. Con lo cual surge, nuevamente, el problema. Pero, sobre todo, esta técnica del congelamiento hace ver, de la manera más clara, aquella lógica tecnológica de que hablábamos hace un rato. ¿Qué se hace con los frutos que son perecibles? Se guardan en el refrigerador: para utilizarlos cuando los necesito. En cuanto al embrión: ¿por qué lo congelo? Porque deseo ver si el primer intento de “embrio-transfer” ha resultado. Y si no ha resultado, tengo el otro embrión a mi disposición para intentarlo de nuevo: si tengo necesidad de él para nuevos experimentos, está a mi disposición. Es un fruto, una mercadería que debe estar a disposición de otros, y para que no se corrompa, la congelamos. De este modo, está a mi disposición, pronto para mi uso y consumo. Creo que no es posible llegar más bajo en la falta de respeto hacia el hombre.
La misma lógica se aplica, por ejemplo, en la llamada “maternidad sustituta” o “préstamo de útero”. En primer lugar, la capacidad de ser madre es reducida a la prestación de un servicio, que puede ofrecerse en el mercado por dinero. El producto, el niño, es trasladado de un útero a otro previo pago. No es posible caer más bajo en la falta de respeto a la mujer. Con esto, hemos tocado el fondo, en mi opinión. Con la congelación de los embriones y con la maternidad sustituta. Porque, ya ve, la lógica tecnológica es implacable; se rige sólo por un criterio: la eficiencia. Esto es, si debe cumplir un objetivo, utiliza los medios que con mayor seguridad la conduzcan a alcanzarlo. Pues bien: si introducimos esta lógica en el mundo de la persona, ¡destruimos a la persona! Es lo que acontece también en los sistemas económicos, ¿no? Si digo: la utilidad lo es todo, empleo todos los medios para alcanzar una ganancia. Se acabó: destruyo a la persona, porque introduzco una lógica de uso. Pero la persona no puede ser utilizada, porque es un alguien, y no un algo.
Amenaza a la civilización
-El Santo Padre señalaba hace poco que, más allá de la experimentación técnica, están las cuestiones fundamentales de la metafísica, del sentido y finalidad del cosmos y del hombre, de su relación con Dios, que se sitúan por encima de los fenómenos. ¿No es uno de los grandes problemas de la cultura contemporánea, incluida la cultura científica, la dificultad que ésta tiene en reconocer una verdad superior, un absoluto que la juzga?
-Esta es la cuestión, en fin de cuentas.
Hace algún tiempo me correspondió participar en un congreso celebrado en Aix-ex-Provence sobre Pío XII. Este Papa, en 1953, en la vigilia de Navidad, pronunció un discurso que, a mi juicio, constituyó una verdadera profecía. En él, Pío XII dijo: “Avanzamos hacia una forma de civilización que ha cultivado la tecnología hasta el punto de convertirla en el único valor”. ¿Qué quiere decir esto? Que sólo es verdadero lo que puede medirse; sólo es verdadero lo que puede calcularse; sólo es verdadero aquello que es cuantificable. Pero, usted comprende que la cantidad, el cálculo, es el aspecto menos importante de la realidad. Las realidades más profundas no se ubican en este nivel, en el orden de la cantidad. Si pregunto: “En términos cuantitativos, ¿cuánto vale el amor de una madre hacia su hijo?, formulo una pregunta que no tiene ningún sentido. Porque aquél se sitúa en un orden que es distinto. Ahora bien, el hombre de hoy se ha enceguecido, porque se ha prohibido, por así decir, ver más allá del dato cuantitativo.
El marmol y “la pietà”
-Vea usted, cuando quiero explicar este asunto a mis alumnos en el curso de ética, aplico el siguiente ejemplo: si hago el análisis químico de “La Pietà”, de Miguel Ángel, y el de otro pedazo de mármol, el resultado de ambos es el mismo; si dijese “entonces, este pedazo de mármol vale lo mismo que ‘La Pietà’ de Miguel Ángel”, podría utilizar esta obra como piedra para construir un puente, pues se trata apenas de un pedazo de mármol. Quien hiciese esta reflexión se revelaría como una persona literalmente estúpida; como una persona que no sabe ver lo que es; como un apersona que no sabe ver en ese trozo de mármol que está en San Pedro, la presencia de una preciosidad, de un valor tan único, tan singular, ¡que lo convierte en una cosa absolutamente única entre todos los pedazos de mármol, porque si destruyo este trozo de mármol, empobrezco a la humanidad entera! ¡La humanidad se hace más pobre al no tener más “La Pietà” de Miguel Ángel! Lo mismo acá: si no sé ver la realidad con ojos metafísicos, con mirada ética, y, también, con los ojos del creyente, se me escapa la parte más preciosa, la parte más hermosa, de la realidad. La noche, propiamente, envuelve a la humanidad.
Porque si no tengo estos ojos metafísicos, ¿quién es la persona humana? Simplemente el individuo de una especie; el eslabón de una cadena interminable: ¡nada más que eso! No veo en la persona humana la presencia de una preciosidad, de un valor, de una belleza, que la hacen invaluable, al punto que si ella el universo sería infinitamente más pobre.
Así, pues, es muy acertado lo que dice el Santo Padre, que en el fondo reitera la profunda profecía de Pío XII en 1953, la advertencia que formuló: “¡Cuidado, que si hacemos de la lógica productivista, de la lógica cuantitativa, el único criterio que rija el quehacer humano, nos precipitamos hacia la barbarie!” Destruimos la civilización misma, en fin de cuentas.
-Uno de los aspectos que con mayor fuerza atacan a los detractores de la institución familiar y del amor humano es la negación de la existencia de fines y valores. Se afirma que la sexualidad no tiene reglas morales, pues posee su propia regulación. Esta opción lleva a aceptar la homosexualidad, el amor libre, el menosprecio del matrimonio, etc. ¿Cuál es el pensamiento de la Iglesia frente a este problema?
-Responderé muy sencillamente: la Iglesia dice “el hombre ha sido creado: el hombre es una criatura”. ¿Qué quiere decir esto? Que la persona humana posee una naturaleza, esto es, una verdad, que precede a su libertad; quiere decir que no es la libertad del hombre lo que produce -y volvemos al asunto anterior- la verdad del hombre, lo que establece lo que es el hombre; eso ya está establecido. Es el acto creativo de Dios lo que determina esto. Así, pues, estas posiciones que usted menciona no son sino la consecuencia última de una decisión, que determina gran parte de la cultura moderna: la de negar la existencia de Dios. Y estas tesis son coherentes con la afirmación del ateísmo; si soy ateo, debo esgrimir estos argumentos, es lógico que lo haga. Porque la ausencia de Dios se convierte en mi libertad. Y mi libertad no debe respetar nada. Pero si soy teísta –atención, no digo cristiano, sino simplemente teísta-, debo afirmar la existencia de una verdad, por tanto de valores que no dependen de mi libertad, y que mi libertad debe respetar.
El cuerpo, parte constitutiva de la persona
-Lo segundo que la Iglesia dice es que el cuerpo es parte constitutiva de la persona humana, que la persona humana no es sólo espíritu; que el cuerpo no es algo de lo que puedo hacer uso, con mi libertad, para los fines que me proponga. El cuerpo es la persona humana, y la persona humana es su cuerpo. Así, pues, el cuerpo tiene un lenguaje, habla a la inteligencia el hombre. En su estructura, significa una verdad; y la sexualidad, aun entendida biológicamente, es portadora de un significado –el Santo Padre dice “un lenguaje”- que mi inteligencia debe interpretar, debe leer, pero que no es creado, no es producido por mi inteligencia, sino descubierto por ella; y que mi libertad es llamada a realizar. Y aquí podemos comprender la importancia histórica enorme de la Encíclica de Paulo VI “Humanae Vitae”.
Porque hoy, en el momento en que justificamos y consideramos lícito un ejercicio de la sexualidad que voluntaria y deliberadamente se aleja de la fecundidad, hemos hecho una interpretación de la sexualidad. ¿Cuál? Que en la sexualidad no hay nada que esté antes de mi libertad, ningún significado que esté por encima de mi inteligencia (y que mi inteligencia deba descubrir), y que, en cambio, la sexualidad es una especie de materia informe que mi libertad moldea y maneja como desee. Y de aquí, pues, todas las consecuencias de que hemos hablado: la introducción de la lógica de producción, etcétera. En este sentido creo que la “Humana Vitae” fue profética, al haber anticipado, 20 años atrás, lo que significaba la separación voluntaria de la procreación y la sexualidad y viceversa.
Educacion de los hijos:
Derecho de la familia
-En el mundo europeo se ha visto acrecentado el intento del Estado por invadir el campo de la educación, sustituyendo –o intentando hacerlo- la educación religiosa privada, y desmejorando el derecho de los padres a la educación de los hijos. Muchas familias no tienen otra posibilidad que dejar que se la escuela pública la que eduque a sus hijos, en un proceso de enseñanza aprendizaje sin valores religiosos. ¿Cuál es el juicio de la Iglesia sobre los derechos de los padres a la educación de los hijos?
-Por el respeto que se debe a la persona, el derecho de educar pertenece de manera original e irrenunciable a los progenitores. ¿Qué quiere decir originaria? Que el deber de la educación no es un deber del Estado, ni es un deber de la Iglesia, incluso, sino un deber de los progenitores. El papel del Estado es ayudar a éstos a cumplir su obligación, no sustituirlos. La consecuencia inmediata es que el Estado debe asegurar la libertad de la educación. ¿Qué quiere decir libertad? Que los padres tienen el derecho de educar a sus hijos según su propio proyecto educativo. Si un progenitor considera que una educación religiosa es la base de una formación, el Estado debe respetarlo. Porque quien tiene el derecho de educar es el progenitor, y no el Estado.
Pero constatamos que, actualmente, la familia no es ya reconocida como una sociedad natural, como una sociedad que antecede al Estado y es más importante que aquél. Se ha olvidado la noción de un verdadero pluralismo social, que no es el pluralismo individualista -aquél es antihumano, anticristiano-, sino el que reconoce que el ser social humano tiene numerosas expresiones, regidas por una jerarquía de valores, algunos de los cuales son más importantes y otros les están subordinados. Ahora bien, la primera sociedad humana, la más importante, es el matrimonio y la familia. Y las demás, incluido el Estado, están al servicio de éstos. No deben sustituirlos.
Estos preceptos están escritos en nuestras Constituciones occidentales. Pero sólo escritos. En la realidad, no se aplican. Porque si se afirma este pluralismo, el poder se hace limitado. San Agustín dice que el hombre es dominado, antes que nada, por la concupiscencia de dominar a otros. Y no quiere abandonarla.
Estrategia para destruir los fundamentos cristianos
-También en muchas naciones occidentales con gobiernos socialdemócratas o socialistas, las leyes civiles promueven el divorcio vincular, el aborto, la anticoncepción, políticas discriminatorias hacia la familia con varios hijos, etcétera. En su opinión, ¿existe un empeño del socialismo moderno y del marxismo por corromper la familia y, por lo tanto, el orden familiar cristiano? ¿Cuáles son los elementos de esa campaña y cómo ha respondido la Iglesia ante ese intento?
-No quiero, porque no es posible hacerlo, emitir un juicio sobre las intenciones de las personas individuales. Sin embargo, estoy cada vez más convencido de que se aplica hoy en el mundo una estrategia concebida, proyectada, desarrollada, tendiente a destruir los fundamentos mismos de la cultura cristiana. Y con ello, para destruir al hombre. ¿Por qué estoy convencido? Porque se observa tal inteligencia, un procedimiento tan coordinado tendiente a esto, que no puede considerárselo una suma de hechos azarosos. Ahora bien, ¿cuándo destruimos una civilización? Lo hacemos en el momento en que decimos al hombre que tiene derecho a obtener todo lo que desee. En ese momento la civilización está destruida: al identificar el deseo con el derecho.
Vea usted la forma en que se estructuran, actualmente, las sociedades. Demos sólo un ejemplo: desde que existe la medicina, se ha considerado a sí misma como la ciencia al servicio de la vida, en virtud de lo cual un médico, por su juramento, se comprometía a no satisfacer ciertas peticiones que, por acaso, un paciente pudiera hacerle. Si una mujer iba a decirle: “Quiero hacerme un aborto”, éste respondía: “No. No puedo atenderla, porque como médico me está prohibido hacerlo, porque la medicina, por su naturaleza misma, no favorece la muerte”. Hoy, ¿cómo se concibe el ejercicio de la medicina? Como un servicio social manejado por el Estado, y sometido al arbitrio de los ciudadanos; si quieren una sexualidad desligada de la procreación, muy bien, el médico debe extender una receta para anticonceptivos; si quieren destruir una vida humana inocente, muy bien, el médico debe prestarse para hacerlo. Estamos, pues, ante una sociedad en que el criterio absoluto es la voluntad del individuo. Es terrible esto, porque lleva, tarde o temprano, a la autodestrucción.
Es trágico. Porque, en el fondo, se ha perdido la noción del hombre como criatura divina. El ateísmo es la muerte del hombre. Y el reconocimiento de Dios como Dios es la condición absolutamente necesaria para que el hombre sea reconocido como hombre. Desde el momento en que dejo de honrar a Dios, que dejo de reconocerlo como divinidad, destruyo al hombre. La salvación del hombre es la gloria de Dios, la glorificación de Dios; ésta es nuestra salvación.
Esta entrevista forma parte del libro:
