La Carta del Papa Francisco ha remecido profundamente el Unam de la Iglesia, su primer atributo: la Iglesia una. Todos se sienten alcanzados por ella: consagrados y laicos, observantes y alejados, ricos y pobres, jóvenes y viejos, conservadores y progresistas, etc.
Cuando un padre manifiesta su serio dolor a un hijo, si éste acoge bien la admonición, aunque el camino de la corrección sea largo, ella lo enaltece. Como en este momento muchos creen fácil “tirar a matar” contra la Iglesia, propongo de él una mirada diferente:
El terremoto grado 10 producido por la Carta del Papa Francisco a los obispos chilenos arroja una primera constatación: esta nación tiene, como los demás pueblos latinoamericanos -así lo explicó la Conferencia de Puebla (1979)- un “sustrato cultural cristiano”. El sacudimiento producido no habría sido tal si la Iglesia estuviera muerta. Vale aquí recordar a San Juan Pablo II en el Estadio Nacional -aludiendo a las palabras de Cristo en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39)- cuando con voz potente exclamó ante los jóvenes: “¡la niña no está muerta, está dormida!”.
La Carta del Papa Francisco ha remecido profundamente el Unam de la Iglesia, su primer atributo: la Iglesia una. Todos se sienten alcanzados por ella: consagrados y laicos, observantes y alejados, ricos y pobres, jóvenes y viejos, conservadores y progresistas, etc. Y sienten además que lo que pueda diferenciarlos, lo accidental, pierde importancia frente a lo esencial. Algo en cierto modo semejante en su efecto a la pre-visión de un juicio de alcance universal, que intramundanamente éste lo es, pues una vez más en nuestra historia nos sometemos moralmente al juicio de las naciones. El proceso desencadenado, que ha calado hondo, se mueve en todo caso en dirección centrípeta. Una condición psicológica o espiritual muy propicia para atender a una solicitud esencial formulada por la Carta. La introspección. La chilena es una Iglesia que debe ponerse “en estado de oración”, dice el Papa.
La mirada puesta en el horizonte de nuestra historia contemporánea -a partir de los sesenta- ve cruzarse líneas en direcciones contrarias, que provocaron desde muchas magulladuras hasta heridas graves, las cuales es probable en adelante se entiendan mejor. Puede desde luego comprenderse mucho más, a vista del presente estado de cosas, la intuición profética que supuso el Concilio Vaticano II de cara al hombre occidental de nuestros días, que después de las dos guerras mundiales era otro y que en adelante, al tenor de las profundas transformaciones de una sociedad predominantemente tecnológica, cambiaría todavía mucho más sus patrones, y a una velocidad vertiginosa. Las hondas divisiones provocadas por la traslación de la guerra fría mundial al interior del mundo cristiano sin duda enervaron la comprensión de las enseñanzas del Concilio, confundieron y enfriaron a sectores dirigentes, y aunque se diera una aceptación nominal de su magisterio, el arraigo fue conflictivo y débil, a pesar de una secuencia de grandes pontífices empeñados en esa enorme tarea. Dicha omisión y el ablandamiento de las dirigencias, acomodadas cada vez más a un clima donde la “productura” suplantaba a la “cultura” -el predominio generalizado de lo inmanente en la “sociedad de la opulencia” que ya se anunciaba- terminaría por pasar una severa factura. Ante el tsunami cultural en curso, se hizo patente que no valía un débil y equivocado fideísmo. En sentido contrario, la seriedad de lo que se vive hoy puede quizá ayudar a hacer carne lo que apunta Francisco en los tres documentos que ha dado a conocer este año: Placuit Deo, Gaudete et exsultate, Veritatis gaudium. Y reemprenderse unidos el camino de vuelta, desde las tentaciones neopelagianas y gnósticas (lo que ha identificado últimamente con “los universales”), a la verdadera inculturación de una fe robusta.
En este último sentido, la presente Carta del Papa Francisco tiene un alcance en el plano de la reforma que se propuso al asumir su pontificado, verdaderamente histórico y que no debería escapar a nuestra atención. Es, en efecto, la primera intervención mayor suya en una Iglesia particular del mundo latinoamericano, de donde él proviene y con cuya cultura se identifica. Por ello y sobre todo por su contexto, pareciera incluso de más extenso y hondo alcance en la Iglesia y en toda la región que las de Benedicto XVI en Estados Unidos e Irlanda.
¿Y qué nos enseñan en esta situación los obispos?
Hombres todos dotados por la naturaleza y por el camino exigente de sus vidas, son personas que en el mundo podrían tener tanto o más éxito humano que quienes los lapidan. Pero no reparan en eso, pues se deben íntimamente a una realidad que no es de este mundo. Por eso seguramente es el único grupo humano de alta dirigencia que en una emergencia mundial como la que viven, no se dividen en recriminaciones mutuas, como comúnmente sucede, sino que se sienten más hermanos, lo que resulta ejemplar. Y lo que se les ha dicho hace profundo y dolido eco en sus corazones en comunión con el Santo Padre: “El corazón habla al corazón” (J.H.Newman).
Su edificante sentimiento con el sucesor de Pedro y con los fieles a su cuidado, termina haciendo realidad viviente las palabras de ese mismo Apóstol: “Antes erais ‘no pueblo’, ahora sois ‘pueblo de Dios’; antes erais ‘no compadecidos’ ahora sois ‘compadecidos’” (1P 2, 10).
Jaime Antúnez Aldunate