En los medios
Diario Financiero

Sobre liberalismos y neoliberalismos

Las discusiones en torno al tema del neoliberalismo que van y vuelven, ofrecen, junto con desempolvar los archivos de la memoria, hacer un breve recuento de nuestra cultura política. 

He visto circular en la red estos días una antigua entrevista al premio Nobel de Economía, Milton Friedman –de quien no se necesita ser seguidor para entender lo que dice– donde trata del resurgir económico chileno de fines de los setenta como un caso en que, inesperadamente, se cruzan una estructura que por su naturaleza va de arriba a abajo –la de lo militar– con otra que va de abajo a arriba –la del mercado. Consistente con ese nada común proceso socioeconómico, el retorno pacífico a la democracia. 

Lo que no está y no puede estar presente en el comentario de un especialista en economía como Friedman, es el tema del ethos que animó ese duro proceso de reconstrucción desde la penuria, tarea para la cual se debe reconocer al gobierno militar la virtud de haber sabido captar la colaboración de los mejores profesionales civiles disponibles en Chile. Ejemplo señero en tal sentido, Carlos Cáceres, a quien una persona tan autorizada como el expresidente Jorge Alessandri indicó como su primera preferencia (refrendado por un típico “¡sin duda alguna!”), para conducir a futuro los destinos del país. 

La reacción institucional iniciada en Chile entonces, después del colapso de Allende, era todavía nueva respecto de la crisis cultural en todo Occidente desencadenada en la anterior década, la de los sesenta. Se mezclaban localmente, asimismo, con lo que había ya incipiente de aquella, factores duros de la Guerra Fría. El proceso de recuperación económica encabezado por personas como Jorge Cauas y luego Cáceres, fue la implementación de un régimen de “libre mercado”, pero en el plano del ethos este estaba todavía mucho más cerca de esa cultura cristiano occidental desafiada en los sesenta, que lo que vendría después.

En efecto, lo que tipificó en los países occidentales aquello que se ha llamado la “revolución del 68”, provocando una onda de profundo efecto cultural y moral en todo el hemisferio, fue, para ponerle apellidos, que la “sospecha” nietzschiana o freudiana reemplazó a la “duda” cartesiana o kantiana, y que la modernidad se vio reemplazada por la posmodernidad, cuya lógica tiende más al individualismo liberal que al jacobonismo. 

La palabra “liberalismo” designa la ideología liberal de la era humanista llamada moderna. El “neoliberalismo” designa la forma posmoderna de la ideología liberal. Este nuevo ethos se caracteriza por la exclusión del humanismo, por un relativismo transformado en dogma, por una insistencia extrema en la libertad individual como reacción a la normatividad moral, y en la instalación, por su parte, de una normatividad súper autoritaria identificable con lo “políticamente correcto”. Al cabo del tiempo, tanto la derecha como la izquierda fueron paulatinamente cooptadas por esta forma de mirar la vida pública y privada, siendo éste hoy el hábitat común en que disputan terreno. 

La filosofía relativista proporcionó al cambio de costumbres, particularmente en el plano de la sexualidad, una racionalidad “light” que aflojó los lazos con el marxismo, cuya referencia era una razón dura y segura de sí misma, que afirmaba la ideología como verdad absoluta, capaz de imponer, al modo Lenin, una disciplina de hierro. Fuesen o no libertarios, los “neoliberales” vieron en ello una oportunidad para imponerse políticamente frente al realismo socialista. Hoy, sin embargo, la cultura libertaria constituye el más efectivo y usado de los medios para mantener el orden “neoliberal”, en todas sus aristas

Para impedir la victoria internacional del realismo socialista, la élite liberal anglosajona implementó en los años ochenta una gran operación política neoliberal, cuyo detalle sería largo referir, pero que es fácil identificar, desde luego con los nombres de Thatcher y Reagan. Esa operación resultó victoriosa. Pero dicha política toca hoy límites también 

visibles y suscita una oposición internacional importante, en el mismo espacio geográfico que la vio nacer y desarrollarse (Brexit y Trump, Italia y Francia, Bolsonaro y Fernández, más un largo etcétera). 

Puede uno preguntarse si ese reflujo será real o más bien aparente. Ello en definitiva dependerá de la aptitud que muestre el establishment neoliberal para manejarse en orden a recuperar la actual tendencia hacia los populismos. En todo caso ese flujo populista y el reflujo de la política neoliberal están volviendo a poner a los países occidentales ante problemas clásicos: 1) Una nueva “cuestión social”, relacionada con la aplicación de una lógica liberal; 2) El retorno de ideologías jacobinas o de tendencia totalitaria.

Política y económicamente la autoridad de una clase política democrática reposa en la confianza del conjunto de individuos que conforman una comunidad o un pueblo (demos) y en su capacidad de representar y servir a sus intereses. 

Culturalmente dicha autoridad reposa ante todo en la razón, espacio en el cual los ciudadanos se movilizan y obedecen con libertad, y asimismo en una visión universal de la justicia a la cual adhieren. A contrario sensu, la sumisión a la arbitrariedad individualista y al pensamiento libertario destruye la autoridad democrática y elimina cualquier posible barrera a la arbitrariedad de los más fuertes. Allí se encuentra la causa del preocupante debilitamiento de la democracia en tantas partes, así como la impotencia de un proceder que ya no se funda más en la razón sino en la arbitrariedad de la opinión que reflejan las encuestas. 

Mirando con sinceridad y hondura sabemos que sin confianza no se avanza. Ser libres e iguales no es suficiente. Hay que quererse, por lo menos un poco. Es condición ineludible para cualquier reconciliación. La amistad social (lo que los antiguos llamaron philia) no es una utopía, sino una suerte de mínimo vital de las sociedades que conservan alguna consistencia y, podría decirse, es el ligamen social en sí mismo. La pasión por la radical autonomía propende al egoísmo, destruye ese ligamen social e impide a las personas, como ciudadanos, concebir o prestar atención al bien común. 

La philia es una condición que conduce más allá de la ideología. En efecto, si la ideología dominante es aquella de la autonomía radical, lo que esencialmente esta excluye es el ligamen real, la obligación duradera, la determinación en orden a una historia común, la philia. Un pueblo experimenta una amistad social auténtica, solidaria, cuando la vive en la realidad y en el sufrimiento, como uno que es, “en las buenas y en las malas”, no en el sueño de una alienación egoísta e insolidaria. 

A la philia es indispensable agregar la familia. 

Es en la familia que, en general y muy naturalmente, la persona aprende el sentido del dolor, del bien común, de la autoridad, de la solidaridad y amabilidad entre desiguales, de la subsidiariedad. No construyamos abstracciones idealizadas, pero al menos reconozcamos que sin familia todo se hace más duro y difícil. Y si se olvida a la familia, el Estado deviene un monstruo. 

El humanismo sin Dios de la modernidad se definió sobre todo por una libertad de autonomía radical, por las ideologías duras, más una moral racionalista del poder (hoy por hoy desembarazada ya de prohibiciones y mandatos, propios de la sociedad disciplinaria, y transmutada en sociedad del rendimiento y del burnout, como ha mostrado Byung-Chul Han). Sus consecuencias: la crisis ecológica, la guerra de las ideologías, la neurosis freudiana. 

Un nuevo humanismo funcional debe necesariamente incluir el humanismo cristiano. El sentido de una existencia colectiva buena se asemeja mucho a la construcción por un pueblo de su catedral.

Jaime Antúnez Aldunate