Señor Director:
¡Líbrenos Dios de la potencia del fuego si no lo hemos experimentado (y también si acaso)! Los pueblos antiguos siempre identificaron su fuerza arrolladora con la divinidad. Las llamas incontrolables que en la tarde del lunes lograron devastar, en la Catedral de Notre Dame de París, nacidos de la fe cristiana, ocho siglos de arte y cultura, produjeron en pocas horas lo que no hicieron dos guerras mundiales y muchas catástrofes. En tiempos en que la tecnología asume controlarlo todo, las causas son aún desconocidas. Francia, con su Iglesia, su Presidente y su pueblo -también una juventud religiosamente conmocionada por la evidencia de la desgracia-, ha respondido a la altura de otros grandes momentos que hemos conocido de esa nación.
Cada metro de este maravilloso monumento es un patrimonio invaluable de la humanidad, que abrigó grandes momentos de la historia de la Iglesia, de Francia y Europa. Sus sobrecogedores vitrales ya no existen más que en reproducciones fotográficas y sus piedras calcinadas a altas temperaturas deben ser evaluadas en el daño que sufrieron, que puede ya temerse dada la preocupación, inimaginable, de que a tal calor se derrumbase la fachada de Notre Dame.
De en medio de estas sagradas cenizas brota una sutil concomitancia, que proviene del tesoro allí guardado (felizmente salvado) y del día calendario 15 de abril del año, un Lunes Santo, primero de la semana que conduce al triduo pascual, en que sucede la tragedia. En efecto, desde la Revolución Francesa se guardan y exponen en Notre Dame las reliquias de la Pasión de Cristo traídas de Constantinopla por San Luis Rey en el siglo XIII (antes veneradas en la «Sainte Chapelle», al interior del antiguo palacio real). Es innumerable la cantidad de parisinos y gente de todas las latitudes que hacen fila toda esta semana, especialmente el Viernes Santo, para inclinarse ante ellas. De algún modo, el rojo simbólico de ese Viernes de Pasión ha sido ahora inesperadamente adelantado, a ojos del mundo entero, por la imagen de una cruz de fuego -nave central y laterales del piso ardiente de una catedral evacuada y ya sin techos- captada desde lo alto por drones el lunes al anochecer.
No obstante, entre todos los enfoques, el qué más ha concitado la atención de fotógrafos y observadores, como un símbolo que diera la hora, ha sido el de la aguja de Notre Dame transformada en antorcha de la ciudad, que al calor del fuego se quiebra y cae. Puede que como valor sea aquella aguja menos gravitante que lo anterior, mas entre quienes observaban en directo resultó ser un hecho particularmente fuerte, como tomar de súbito conciencia de la magnitud de la tragedia, con su inconmensurable carga, que atónitos contemplaban.
Jaime Antúnez Aldunate