Apuntando a los prejuicios religiosos de algunos artistas -y recibiendo por su declaración adhesiones del mundo entero- los obispos franceses protestaron, informa Vatican News, a propósito de un ya comentado ultraje a la persona de Jesucristo en la inauguración de los Juegos Olímpicos. Subrayaron ellos la evidente contradicción que se hacía presente entre la “inclusividad declarada y la exclusión efectiva de ciertos creyentes”. Agregaron, asimismo, que no hay necesidad de herir las conciencias -“con escenas de escarnio y burla del cristianismo que deploramos profundamente”- para promover la fraternidad y la solidaridad.
Siento que mi apreciado amigo, el distinguido abogado y académico Enrique Barros, no lo viera así, según lo expresara en este espacio (Martes 30.7). Tampoco coincido con él en que fueran “odiosas” las palabras de protesta que a propósito de lo anterior provinieron desde Moscú y Budapest. Muy por el contrario, eran esperables y son coherentes. Una nación y una cultura no es tampoco lo mismo que una vocería gubernamental.
En efecto, cuando en 1990 y 1991 viajé varias veces al éste de Europa y a Rusia, pude palpar -mientras se derrumbaba pacífica pero irreversiblemente el bloque constituido por el Pacto de Varsovia- mucho más que la increencia total de todos esos pueblos en un socialismo real que porfiadamente mantenía adeptos en Chile y en todo Occidente, un “ethos” cristiano profundo y vivo, paradójico si se quiere, tratándose de pueblos que habían padecido una opresión ideológica materialista sin igual, tres cuartos de siglo unos, casi medio siglo otros, la cual, sin embargo, no había logrado hacerse cultura. La impresión producida por esa novedad entonces para nosotros -que abarcaba acentuadamente también a Polonia y a Ucrania (por aquel tiempo parte de la Unión Soviética)- me movió a ponerla por escrito en un libro que titulé “El comienzo de la historia” (Editorial Patris, IX.92). Relanzado 30 años después, en noviembre de 2022 por aquella misma editorial, fue luego traducido al francés y presentado en junio pasado en el Instituto de Francia, en París.
Chantal Delsol, de la Academia francesa, señala en el Prefacio de esta edición, evocando a Tischner y a Kolakowski, que “el gran mérito de la utopía comunista será haber permitido la revelación del hombre a sí mismo, el haber revelado en el dolor -por su ausencia y mala gestión- las estructuras antropológicas reales”. El haber “designado lo esencial eliminándolo…”
Consigno que cuando viajé hace poco a Francia para realizar la presentación de la mencionada edición me encontré, sorprendido, con un inesperado interés por conocer la realidad observada hace treinta años al éste de Europa y puesta entonces por escrito en el libro traducido ahora como “Le commencement de l’histoire”. Se pueden ponderar varias razones, pero la clave de ese interés me la dió en cierto modo una entrevista con Radio Notre Dame, donde el periodista inquirió si acaso no veía yo una relación entre la crisis que hace tres décadas derrocó súbitamente, al éste del continente europeo, un estado que parecía inamovible, y la crisis que con creciente desconcierto de la población atraviesa hoy la zona occidental del continente. Donde “la revelación del hombre a sí mismo” y la revelación de “las estructuras antropológicas reales”, después de un largo y pesado invierno -no con la unanimidad que tuvo en el éste tres décadas atrás- entre trancos y barrancos comienza a despuntar, aquí y allá.
“Qui vivra verra…”