Por acaso, cae en mis manos la transcripción de un muy interesante debate realizado en sesión ordinaria de una de la academias del Instituto de Chile en julio de 2014 (“Societas” 2015, www.acspm.cl). Su temario es el que señala el título de esta columna; su motivación, el creciente desborde de violencias de toda naturaleza que preocupan en ese momento, muy seriamente, en ámbitos que con seriedad piensan el país y son asimismo capaces de establecer comparaciones en relación con el contexto mundial.
Estábamos entonces en el primer año de Bachelet dos. Si se aguzaba el oído, podía ya escucharse el movimiento de placas tectónicas que habría de estallar pocos años después “sin que nadie lo esperara” (al menos en el mundo político). Luego, cuando aquel período presidencial, entre trancos y barrancos, llega a su término, izquierda y derecha estudian sus alternativas. La primera cierra las puertas a Ricardo Lagos y pone alfombra roja a Alejandro Guillier. La derecha, que a la postre se presenta con dos candidatos, ve por primera vez una significativa votación de Kast, quien apoya en segunda vuelta a Piñera.
Lo que sigue de ese 2018 en adelante, en particular a continuación de octubre de 2019, es historia conocida: a la “capitulación” constitucional de noviembre —así la llamó con realismo Carlos Peña en esta página— no respondió ningún cese de la violencia ni de la amenaza ya desatada contra la sociedad, el Estado y sus instituciones. Al contrario, a la guerra de la calle, se sumó una verdadera orgía, jamás vista, potenciada por los medios audiovisuales, que dominó casi por completo al Parlamento, haciendo el peligro de un descalabro general mucho más evidente.
La memoria suele ser frágil, pero es fácil todavía recordar que hace tan solo cuatro años los pronósticos, en estos mismos días del mes de febrero, eran tenebrosos: ante una violencia que no cesaba y que anunciaba su redoble para el ya próximo 8 de marzo, podía presagiarse para abril siguiente —mes en que tendría lugar el primer plebiscito constitucional— una confrontación civil de dimensiones no calculables y para la cual el Estado ni la sociedad civil estaban preparados. El clima que habitaría los pasos siguientes, ya calendarizados, hace adivinar sus resultados.
Interviene aquí lo que suele llamarse “lo inesperado en la historia”. Un fenómeno doloroso y fatal, que nadie imaginaba —la pandemia mundial covid-19—, manda al país entero a encerrarse en sus casas. Una fiebre reemplaza a otra, pero en ningún caso anula su fondo.
Pasado un año, asistimos todavía al espectáculo de una Convención que se propone escribir una nueva Constitución con letras espurias recogidas en las calles manchadas del “estallido”. El realismo que conlleva el dolor parece hacer efecto y el funesto propósito es rechazado por rotunda mayoría el 4 de septiembre de 2022.
La recurrencia actual de cartas en este mismo espacio, algunas de importantes autoridades, llamando a sentir justificada alarma ante la nunca terminada y siempre creciente violencia, clama con fuerza por la responsabilidad ineludible de las autoridades, como cuestión vital y prioritaria.
El plano de las medidas, más que necesarias, no debe entre tanto hacer olvidar, a quienes corresponde, el orbe cultural que el fenómeno conlleva. No venga a ser que nos suceda, como en esa catástrofe —la “revolución del no saber”— que imagina de modo propedéutico el filósofo Alasdair MacIntyre en su libro “After virtue”, que ella golpee con tal magnitud a los habitantes de esta tierra que, al cabo, “con excepción de unos pocos, estos dejen de comprender la naturaleza de esa misma catástrofe”.
Jaime Antúnez Aldunate