Compartimos para su lectura el primer capítulo del libro “A 50 AÑOS DEL 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973. Diecisiete académicos opinan” escrito por Jaime Antúnez Aldunate.
Hacer memoria sobre un punto de inflexión en la vida humana, sea la de una persona o de un grupo social, más aún si se trata de una nación, suele ser un fuerte desafío a la inteligencia y a la conciencia moral.
Se ha escrito que olvidar es una condición para recordar, como los polos positivo y negativo de la electricidad. La memoria humana, lo sabemos por experiencia, es selectiva y afectiva, pone color y moldea el recuerdo, resalta unos aspectos o detalles, relega otros a la penumbra. Como afirmó Jorge Luis Borges, la memoria pura, sin olvido, se convierte en un obstáculo para la vida, en ningún caso en ayuda: “El recuerdo y el olvido están estrechamente ligados, porque ambos, juntos, organizan los ritmos cambiantes de nuestra conciencia (…). De hecho, la memoria depende en gran medida del filtro del olvido, que, al tomar unas pocas cosas de la masa de sensaciones que llegan al cerebro a través de los canales sensoriales, proporciona los requisitos previos para la perspectiva, la relevancia, la identidad y, con ello, también crea la base misma del recuerdo”[1]. Es el tema que desarrolla el mismo Borges en su célebre cuento “Funes el memorioso”, ficción sobre un gaucho uruguayo que tras un accidente sufre una hipermnesia: guarda perfecto recuerdo de todo, en detalle y para siempre, identidades inolvidables éstas que le imposibilitan generalizar y abstraer, o avanzar un juicio.
Intentaremos pues hacer aquí un camino distinto al de Funes, yendo de lo general y a veces abstracto, a lo particular, intentando llegar allí donde la memoria parece haberse desvanecido.
Vista aérea de una realidad-paradigma
Cuando en septiembre de 1986 conocí y entrevisté por primera vez al historiador británico Paul Johnson –un gran admirador de Chile- se produjo una situación que indirectamente, en el itinerario recién propuesto, ilumina estas consideraciones.
El encuentro no tuvo esa vez lugar en Londres, sino en una hermosa campiña donde Johnson pasaba esos días, que por vías desconocidas me acercaba al aeropuerto de Heathrow. Fijamos así nuestra entrevista, para más comodidad, el día de mi partida. Tarde helada por la abundante nieve que cayera esa semana y luminosa por un radiante sol de invierno, recuerdo allí una atmósfera familiar y pictóricamente atrayente. Johnson me invitó a sentarnos al interior, cerca de un fuego, donde sorbiendo un té de agradable aroma desarrolló algunas reflexiones fuertes acerca de los “tiempos modernos”, título de un famoso libro suyo que circulaba entonces, marco por su parte apropiado a esta digresión. Escuchándolo hablar fui de pronto sorprendido por cierta afirmación, enunciada por el entrevistado en tono concluyente: “…Europa, que perdió dos guerras mundiales en este siglo XX…”. Haciendo un alto en mi discurrir, me pregunté en seguida qué querría decirme este ilustre británico desde una Inglaterra que, a pesar de haber dejado millones de muertos en ciudades y campos de batalla, ostentaba la gloria de los vencedores en ambas grandes contiendas de aquella centuria.
“Europa fue la derrotada en esas dos guerras mundiales porque siendo hasta entonces el centro del mundo, dejó de serlo y probablemente para siempre, esto a pesar de que económicamente haya logrado recuperarse”, afirmó. “Cultural y políticamente ya no gravita como antes y ha sido desplazada por otras potencias”, agregó, recordando no obstante y a continuación, aquellas palabras de Churchill, pronunciadas en 1948, en uno de sus famosos discursos de la posguerra que, mal que mal, dan razón de la sobrevivencia europea, a pesar de todo muy significativa: “Si queremos salvar a Europa de una desgracia sin fin y de una desaparición definitiva -dijo esa vez Churchill y enfatizó Johnson-, debemos basar esa salvación en un acto de fe en la familia europea y en un acto de olvido de todos los crímenes y errores cometidos”.
Despegando al rato desde Londres para hacer escala en Frankfurt y seguir a Madrid, sobrevolé aquel territorio europeo escuchando el eco de las palabras recién conversadas con Johnson. A pesar de mi íntima devoción por el paradigma de la cultura europea, resultaba bien comprensible ya entonces el balance que acababa de formular nuestro historiador. Francia, gobernada entonces por Mitterrand, a pesar de la mucha historia y cultura que llevase a sus espaldas el último de los grandes presidentes socialistas, no era ya comparable con la de Charles De Gaulle, indiscutido representante final de una pasada independencia pletórica de “grandeur”. La Alemania del canciller Helmut Kohl, instalado entonces en Bonn -sin presagiar, él ni nadie, que tres años después tendría que mudarse a Berlín para abordar la ingente tarea de la reunificación (y mandar al dictador Erick Honecker a un dorado fin de vida en Chile…)- no podía ya tampoco compararse con la de Adenauer y los inicios culturalmente fundantes de la Unión Europea.
Párrafo aparte reclama entre tanto España -última etapa de aquella “vista aérea”- en razón de sus nexos con Iberoamérica y sus relativas similitudes con Chile. Terminaba entonces el primer cuatrienio del presidente socialista Felipe González y se iniciaba el segundo (serían tres: 1982-1996), época en cierto modo asimilable a la que caracterizó al Chile de la “Concertación”. En ambos países, el proceso de transición de una dictadura militar a la democracia era apreciado como una gran obra política, que comprometía el quehacer de hombres experimentados y de gran temperamento.
Descendiendo de la altura aérea, con los pies ya en tierra firme, algo importante y de no buen presagio podía, sin embargo, observarse allí incubado. No faltaban, en efecto -en esa España que entre 1936 y 1939 había vivido como tragedia propia un anticipo de la Segunda Guerra Mundial y que como el resto de Europa había luchado por reponerse, consiguiéndolo en los límites de lo posible-, elementos que anunciaban tiempos de una densidad en fuerte declive (traducción a la península de la misma observación de Johnson). Como en un antiguo pasado, las consecuencias de estas situaciones nuevas cruzarían también el Atlántico, sólo que ahora en régimen online. Se inauguraba la era telemática de la “internacionales” de todo color y género. Fijo mi atención, por los años inmediatamente siguientes a la era del PSOE -en los que el vicepresidente Alfonso Guerra anunciaba que España cambiaría a punto que no la reconocería “ni la madre que la parió”-; al advenimiento allí de dos cuatrienios “de derechas” (1996-2004), culturalmente nulos y en esencia caracterizados por un clima regulador de necesidades y consumos. Calco o modelo de lo que, al abrigo de aquel mismo sector sucedería poco después en Chile y Argentina. Fue la España del gobierno Aznar, aún hasta su octavo año, dueño de la mayoría electoral -a pesar de la fuerte oposición provocada a su término por la alianza con USA y GB en la guerra de Iraq- y que a consecuencia del atentado de Atocha (200 muertos y dos mil heridos, respuesta del terrorismo islámico al imprudente oportunismo belicista) hubo de pagar un inconmensurable precio humano y político[2], perdiendo el gobierno en cuatro días, inaugurándose, sin nadie capaz de medir la magnitud de lo acontecido, la era del “zapaterismo” (José Luis Rodriguez Zapatero, 2004-2011), amigo del chavismo, soporte para la política promovida en la región por Evo Morales, que al son de Laclau y Mouffe suscitaría el clima para aliar el PSOE con “Unidas Podemos” de Pablo Iglesias, intoxicando a España con acciones de “memoria histórica”, orquestando en la península y en toda Iberoamérica el discurso ideológico de la decolonización.[3] A la era de los consensos sucedía el de la polarización, lo cual operaba en estrecha intercomunicación con ultramar.
El declive de Europa, la Guerra fría, Latinoamérica
Siguiendo en el hilo argumental de Paul Johnson –acabada la Segunda Guerra Mundial, Europa dejó de ser el centro político y cultural del mundo– y para llegar con justeza a Latinoamérica, tornamos la vista, no para mirar “desde lo alto” sino ahora “en el tiempo”, a los años de Yalta (1945) y a la configuración bipolar del mundo de la posguerra, su directa consecuencia. Considerando sólo como marco de esta discusión a Europa, Asia y África, fijamos fundamentalmente la atención en Latinoamérica y en Chile.
Mientras que la URSS, bajo Stalin, tomaba bajo su dominio a Europa Central, incorporándola a la alianza militar conocida como Pacto de Varsovia, en 1947 los Estados Unidos, bajo la presidencia de Harry Truman (1945 – 1953), junto a siete aliados fundaba la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), declarando el objetivo de garantizar la libertad y la seguridad de los países miembros, sea por medios políticos o militares. El gobernante demócrata, sucesor de F.D. Roosevelt, impulsaba el Plan Marshall para Europa, comprometiendo formalmente a los Estados Unidos en la contención del expansionismo soviético en el Viejo Continente.
Signo de las tensiones y de los criterios con que se atacaban los nudos críticos de la política internacional en la época, meses después de haber capitulado el régimen nazi -con el fin de obtener la rendición de sus aliados, los indomables nipones que se empeñaban en ser la primera potencia del Asia, y como represalia asimismo por Pearl Harbor (1941)- Truman usa contra civiles japoneses el arma más mortífera hasta entonces conocida, la bomba atómica. A cuatro meses de haber asumido su mandato, el 6 de agosto de 1945, autoriza así al Superfortress “Enola Gay” de EE.UU. lanzar la bomba codificada como Little boy sobre la ciudad de Hiroshima, y tres días después otra sobre Nagasaki: 200 mil muertos por efecto directo e inmediato y 70 mil como consecuencia de las irradiaciones. Japón se rinde.
Tres años después, el 6 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas acoge, en su Resolución 217, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyos 30 artículos, considerados básicos, se expresan como un ideal para orientar a la humanidad que sale de dos Guerras Mundiales. Entre tanto no se ve fácil salida del hielo en que la instalan nuevas y graves tensiones mundiales.
1.- La Guerra fría y el escenario latinoamericano
En 1945 no había explotado aún el espacio geográfico (como sucede con la llegada la era global) y las distancias -todavía no “desmaterializadas” como califica Zigmunt Bauman[4] a las de hoy – psicológicamente pesaban de modo significativo. No por ello, sin embargo, los ataques atómicos en las distantes Hiroshima y Nagasaki dejaron de estremecer al mundo entero, marcar una profunda huella y sembrar un gran temor de que algo así pudiera repetirse, alcanzando a todo el planeta. No fue un acto de la “guerra fría” entre las dos potencias ahora dominantes, sino un acto terminal de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la bomba atómica inauguraba a futuro un escenario de terror (un adelanto de lo que viviría el mundo en 1962 por la crisis de los misiles soviéticos en Cuba). Dicha Guerra fría –con Washington y Moscú como sus dos polos- tendría, a partir de entonces, sucesivas expresiones en todo el orbe, pero una zona principal en ella vendría a ser Latinoamérica.
Corre 1946, no hace un año que ha terminado la Guerra 1940-45, falta uno para que se constituya la OTAN según los parámetros señalados, cuando EE.UU. establece en Panamá la Escuela que llevará el nombre de ese país, más tarde llamada de las Américas, con el propósito declarado de “promover estabilidad en los países de América latina” (y con la preocupación, inconfesada, de ver instalarse al sur, en su vecindad, la nueva confrontación ideológica que comienza a tensionar el orbe). La oficialidad de todos los cuerpos armados de la región -consta que así los de Chile, por lo menos desde la presidencia de Carlos Ibáñez del Campo- se prepara allí sistemáticamente en la guerra de contra-insurgencia, conforme se teme será el futuro del continente, por la bipolaridad del mundo de posguerra. En la práctica, se transmiten a los hombres de arma de nuestra región los métodos de represión hasta entonces desconocidos y no aplicados en el continente, elaborados y utilizados por los aliados en la Segunda Guerra Mundial (y en las guerras de la descolonización del África), incluidos los sistemas de tortura y otras prácticas sofisticadas.
El primer conflicto continental de resonancia -y que constituye para Vargas Llosa[5] una señal de fracaso para la democracia en el continente (cinco años después emergerá el castrismo, base en la cual el bloque soviético y europeo marxista del Este instala una cabeza de puente continental), es el golpe que tiene lugar en Guatemala en 1954. El gobierno de Estados Unidos, con el patrocinio de la United Fruits Company y la ejecutoria de la CIA derrocan en ese país al gobierno democrático del coronel Jacobo Arbenz. El modelo continental capaz de frenar a Cuba que el escritor peruano ve en la Guatemala de Arbenz, pero que padece a nuestro juicio insuficiencia de contenido, no prevalece. El viento que el escritor peruano anhela o imagina, no soplaba ni de Panamá ni de Guatemala; sí creemos que del sur continental, de lugares como nuestra tierra, aunque a primera vista no pareciese así.
2.- Claridad y ofuscación del “viento sur”
Chile 1938. Triunfa el Frente Popular eligiendo como jefe de gobierno a Pedro Aguirre Cerda, la primera de tres presidencias radicales (le seguirán las de Ríos y González Videla) que abarcarán catorce años, en que la tradicional clase media chilena, con sus valores y una educación escolar y universitaria ya de medio siglo, se instala como centro político dominante. Paralelamente, en esos mismos años, sucede otro hecho significativo. Después de haber estudiado en Lovaina y trabajado un tiempo en Francia, regresa a Chile Alberto Hurtado Cruchaga, sacerdote jesuita que en los diecisiete de vida que tiene por delante realizará un trabajo que deja intensa huella en los mundos universitario y obrero.
Con la ayuda, entre muchos otros, del joven y futuro académico William Thayer Ojeda en el campo del sindicalismo, y de Eduardo Frei Montalva en la juventud de la Acción Católica, se siembran y expanden, con base en la doctrina social de la Iglesia, hasta entonces insuficientemente conocida en Chile, los ideales del socialcristianismo. Una alternativa católica moderna que a la postre, en diez años, ocupa electoralmente el espacio que llenaba el radicalismo. Hurtado fallece de cáncer en los cincuenta y sabemos la historia de esa semilla crecida y desarrollada en la década siguiente, con el trasfondo de una prosa ilusionada de Gabriela Mistral que buscaba, incansable, una voz en ese diapasón para América latina. Frei Montalva y Thayer Ojeda, el primero como Presidente y el segundo como ministro del Trabajo y de Justicia, forman parte de la avalancha mayoritaria incontrarrestable que se desencadena en 1964. Interesa volver sobre el relato hecho por Thayer en la sección Conversaciones de “Societas”, anuario de esta Academia[6]. En cinco años se había pasado del todo a la nada, explica allí. El mundo en torno era el que describía Johnson en “Tiempos Modernos”, con una Europa declinante respecto a su pasado y actuando en tono menor[7], tensionado ideológicamente por dos bloques o potencias, y empezando a vivir en toda Latinoamérica (como en Extremo Oriente y también en África) cruentas consecuencias. Mientras la influencia ideológica marxista fraccionaba en Chile a la Democracia Cristiana por la izquierda, por la derecha y frente a la derecha, el movimiento de placas tectónicas que obraba el fin de los tres siglos de Chile hacendal, a través de una reforma agraria de cuño ideológico, hacían lo suyo.[8]
Ernesto “Che” Guevara, que se instaló en la sierra de la mediterránea Bolivia con el propósito de engendrar en toda América latina, por medio de la guerrilla, “otros tantos Vietnam”, caía en 1967. Ese año hay todavía 500 mil soldados norteamericanos en Vietnam de Sur que se baten contra el Viet Cong y las fuerzas de Vietnam del Norte liderado por Ho Chi Minh, aliado con la URSS. Faltan aun ocho años (1975) para la caída de Saigon, capital de Vietnam del Sur, y para el inicio del genocidio de Cambodia perpetrado por Pol Pot.
En medio de todo ese transcurrir, “por primera vez en la historia moderna” –y hasta entonces la única- “se gestaba, desde el interior de un proceso democrático, una situación única en su género, que como ninguna estuvo tan cerca de producir una toma de poder del comunismo”. Fue el caso de Chile. [9]
Latinoamérica y el Once
Cuando se observa el panorama castrense que se extiende en Latinoamérica en los años setenta –al margen de lo que podamos concluir por lo que recordáramos de la Escuela de las Américas– ¿se trató, nos preguntamos, de un plan orquestado por los EE.UU. o bien de hechos que tuvieron un nacimiento orgánico en cada uno de estos países? De todo habrá habido, pero en cualquier caso el mismo Henry Kissinger, en cuyas “Memorias”, separadas en dos partes, se abordan con pormenores veinte años de crisis en Chile, afirma en el segundo volumen de éstas, ya siendo Secretario de Estado bajo la presidencia de Richard Nixon, que en lo relativo al golpe militar del 11 de septiembre de 1973, “en su concepción, planificación y ejecución, nosotros no desempeñamos el más mínimo papel”[10]. Y agrega: “Allende cayó por su propia incompetencia y falta de flexibilidad. Los sucesos ocurrieron por razones puramente chilenas, no como resultado de medidas de los Estados Unidos. (…) La verdad es que ese golpe fue local; Allende fue derrocado por las fuerzas chilenas que él mismo había desatado y por su incapacidad para controlarlas”.[11]
Dicha afirmación es coincidente con la detallada crónica de los hechos que narra en sus informados escritos sobre este tiempo (biografías, ensayos, columnas, entrevistas, etc.) el historiador Gonzalo Vial Correa,[12] cuya objetividad y solvencia de juicio se acepta. Más aún, si se busca hoy o a futuro encontrar fundamento al pronunciamiento militar del 11 de septiembre de 1973, las páginas escritas por Vial Correa –cuya probidad fue reconocida por todos los sectores, ciertamente por aquellos que con él formaron parte de la “Comisión Rettig”- resultan de grandísimo valor. También lo son, por supuesto, por lo que respecta a los excesos, previsibles una vez desencadenados los hechos de fuerza, y asimismo por su crítica a la imprudente incuria con que las máximas autoridades dejaron sin resolver, en desmedro de la obra realizada y con alto costo moral y político para los miembros de las Fuerzas Armadas –dando espacio al ánimo de venganza- el oneroso drama de los dos mil muertos y mil desaparecidos.
Partiendo por Brasil (la primera en instalarse, la última en terminar) paulatinamente toda la mitad sur del continente latinoamericano pasó en pocos años a ser controlada por juntas militares. La situación de Chile en ese contexto no fue de ningún modo fácil por lo que se refiere a sus vecinos. Desde 1968 y hasta 1975 Perú fue gobernado por la dictadura del general Velasco Alvarado, de inclinación prosoviética y provisto de armamento por el régimen comunista de Moscú. En Argentina, siguiendo al pronunciamiento cívico-militar de Bordaberry (1973) -en un Uruguay enervado por el terrorismo “tupamaro”- el año 1976 una Junta Militar presidida por el general de Ejército, Jorge Rafael Videla, por razones similares, relativas ahora al terrorismo “montonero”, se hace también con el poder en Argentina.
Aún permanece en el recuerdo, al menos del segmento mayor de la población, el inminente peligro de guerra entre Chile y Argentina que alcanzó su cenit en 1978 y que detuviera la mediación del Papa Juan Pablo II. Ha sido entretanto intencionalmente apagado de la memoria el justo reconocimiento al temple con que gobernó estos hechos, para alcanzar la paz sin desmedro de la nación, el entonces primer mandatario, General Augusto Pinochet. La objetiva valoración de los hechos obliga a ponderar la magnitud de aquel momento, considerando además que, el sofocamiento en años anteriores de una guerra civil que puedo tener lugar en Chile, habría ciertamente resucitado en el marco de esa guerra internacional, con consecuencias geopolíticas mundiales que no se pueden calcular.
Latinoamérica, de norte a sur, sufrió en aquellos años inmensos desgarramientos –casi siempre sin compensaciones institucionales ni económicas- con cifras de muertos que en las cercanías van de los 20 mil (Argentina) a los 60 mil (Perú) y que en Centroamérica alcanzan a cientos de miles. En uno y otro caso con guerras civiles ocultas o declaradas, a veces de muchos años.
Devuelta hacia la democracia
En circunstancias muy distintas, unos y otros países de la región buscan el camino de retorno a la democracia, consiguiéndolo o no de maneras y en grados diferentes. El gigante Brasil da sus pasos en forma gradual y convenida. Chile sigue un itinerario institucional que, en circunstancias de otro tenor, guarda algunas similitudes con el de España que, aun exterior al continente, fue un modelo al que aquí por lo menos se miró. Al contrario de como se describe muchas veces la forma en que sucedieron los hechos el 5 de octubre de 1988, fui testigo de la seriedad y consistencia con que el gobierno militar asumió los resultados, según previamente estaba dispuesto a hacerlo, cualquiera que ellos fueran. En 1996, invitado por Bernard Pivot a su programa “Bouillon de Culture” en la TV francesa –junto con Jorge Edwards, Milan Ivelic y Antonio Skármeta- habiendo explicado por qué en el plebiscito de 1988 voté por el “sí”, señalé que a esa altura del desarrollo de la transición, dados sus muy positivos resultados, se podría pensar que el propio Comandante en Jefe, General Augusto Pinochet, estaría más satisfecho de haber perdido que de haber ganado dicha elección. [13]
En torno a 1990 subrayo tres episodios o fenómenos públicos, íntimamente vinculados al proceso vivido en los años anteriores, que se inscriben entre los que la historia llama de “larga duración” [14], frecuentemente confundidos en el discurrir mediático con aspectos electorales, policiales o de coyuntura político-social. Mas no son de ninguna manera aquello y su envergadura puede reconocerse, pues sus efectos, por acción u omisión, llegan hasta hoy:
- En la derecha política: Dando por sabido que perdería las elecciones presidenciales, abdica de todo ideario universal y, en la persona de un técnico en hacienda, Hernán Buchi, se identifica con una línea que será la suya hasta el “estallido social” de 2019, que explosiona el poder presidencial, teniendo en él a uno de los principales ejecutores de esa maniobra. La moral y la conducta cívica en jóvenes y adultos, en treinta años había cambiado el rostro del país.
- En la Iglesia: El arzobispo de Santiago, futuro cardenal Carlos Oviedo Cavada, da a conocer su pastoral “Moral, juventud y sociedad permisiva” en la que actualiza el mensaje de Juan Pablo II durante su visita pastoral a Chile tres años antes. Es públicamente “lapidado” por un sector del clero y por los políticos que se autodefinen cristianos sin cristiandad. Hecho excepcional, ante tan asombrosa virulencia, la Conferencia Episcopal debe salir en apoyo de la pastoral de Oviedo, de su investidura y de su persona.
- En la sociedad: Jaime Guzmán Errázuriz –la persona que orientó a la Junta Militar luego del 11 de septiembre de 1973 y que dio su impronta a la nueva Constitución de 1980-, después de los resultados de la primera elección parlamentaria (1989) lidera desde el Senado a la oposición. No obstante, tomando distancia del camino por el que ha optado la derecha política, Guzmán abre una visible línea de colaboración con los representantes del pensamiento socialcristiano, principalmente con el excanciller Gabriel Valdés Subercaseaux, que gracias al apoyo suyo preside la Cámara Alta.
¿Vuelve a resonar entonces el “viento sur”? [15] En abril de 1991 Guzmán se transforma en el primer senador asesinado en la historia de Chile. Dije siempre a su madre, Carmen Errázuriz, que la envergadura del hecho y las redes internacionales que aparecieron implicadas en el crimen, hablaban de que éste no era fundamentalmente obra de una organización terrorista ya entonces en decadencia, como el FPMR.
La primeras palabras de Carmen al saber el asesinato de su hijo, así como las últimas, fueron de perdón. Este gesto, inspirado en hondas convicciones, no tuvo reciprocidad alguna de parte de quienes la miraban de la vereda de enfrente, y la última prueba de ello fue la profanación y robo impune de sus restos desde el Cementerio General en los azarosos y violentos días de 2019.
El ejemplo que nos da esta extraordinaria mujer, que vivió en paz y felicidad hasta el final de sus días, habla en forma elocuente de cuán falsa es la idea de que rechazar el perdón es una forma de castigar al otro. Sucede, en realidad, exactamente lo contrario: el que rechaza el perdón se castiga él a sí mismo, torturándose interiormente, impidiéndose de vivir en paz, de recomenzar. [16] En esta misma dirección fueron las palabras del Papa Francisco durante el saludo a sus colaboradores en la Navidad de 2022: “Toda guerra, para que se extinga, necesita del perdón. De lo contrario la justicia se convierte en venganza, y el amor sólo se reconoce como una forma de debilidad”.
No otro que éste debe ser el legado de la efeméride que hoy recordamos.

Notas
[1] Cf. En Almeida Assmann, Sette modo di dimenticare, Bologna, il Mulino, 2019
[2] Con las diferencias que cabe medir entre España y Chile y consideradas las variadas circunstancias prevalecientes en el rango de veinte años que separan a estas dos convulsiones socio-políticas, sucede entonces en Madrid, en menos de una semana, un auténtico “estallido social” cuyas consecuencias, por lo que apenas alcanza aquí a esbozarse -en una perspectiva de “larga duración” y de espacio geográfico ampliado- superan con mucho a las de Chile en octubre de 2019, esencialmente intranacionales. Ambos fenómenos se precipitan asimismo en el contexto de gobiernos identificados como de derecha, identificables por elementos de evidente sintonía.
[3] No puede sino causar impresión el contraste que se abre en apenas una docena de años. En 1992 no sólo fue inaugurada la Expo Sevilla. También en Santo Domingo se reunía el 4° Congreso Episcopal de Latinoamérica y el Caribe presidido por Juan Pablo II donde, ante una ilustre y numerosa concurrencia, se celebraba el 5° Centenario de la evangelización de América.
[4] Zigmunt Bauman, “Babel – conversaciones con Enzio Mauro” (Trotta, 2017)
[5] Cf. Mario Vargas Llosa, “Tiempos recios” (Penguin Random House, Madrid, 2019)
[6] SOCIETAS, Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales. Año 2010, Nº 12.
[7] Un aspecto que impresiona a William Thayer en su conversación final con Frei Montalva, el año 1968, antes de dejar el ministerio para asumir la rectoría de la Universidad de Valdivia, es el auge y declive del maritanismo. El año 1964, coincidiendo ser el de la abrumadora mayoría de la DC en Chile, al finalizar el Concilio Vaticano II el Papa Pablo VI reconocía personal y públicamente a Jacques Maritain, en cuyo pensamiento se inspiraba el Partido de la DC entonces en el gobierno, como el gran filósofo cristiano del siglo XX. “Cinco años después -alega Thayer- en Chile de eso no quedaba nada de nada”.
[8] Es interesante observar que Henry Kissinger, en el primer tomo como en el segundo de sus voluminosas “Memorias”, interrumpe su análisis geopolítico y universal para dedicar sendos gruesos capítulos a Chile. En el primero de ellos se refiere a los años sesenta, tiempos de Kennedy y Johnson en EE.UU. y de Frei Montalva en Chile, mirada retrospectiva pero informada de un tiempo en que aún no ocupaba la Secretaría de Estado. Indica que a los 300 millones de dólares aportados por su país a la campaña presidencial de Frei, se suman más de mil millones de dólares americanos en ayudas políticas durante su gobierno. Como se recuerda, condición sine qua non de la Alianza para el Progreso (suerte de Plan Marshall para América Latina) era la reforma agraria, la cual, por motivos para averiguar, tuvo en Chile un carácter radical, de confrontación ideológica y material no visto en el resto del continente.
[9] Henry Kissinger, “Memorias” (II), pág. 314, refiriéndose a Chile.
[10] Henry Kissinger, “Memorias” (I), pág. 474., y agrega en el Vol.II, pág. 313: “En el cúmulo de documentos que constituyen un gobierno moderno, los investigadores poco amistosos no han podido desenterrar ninguna evidencia que, aun fuera de contexto, demuestre lo contrario. Una comisión investigadora del Senado, propensa a las sospechas, tuvo que admitir que no encontró ninguna evidencia de la complicidad norteamericana”.
[11] “Memorias” (II), pág. 313
[12] Cf. Gonzalo Vial Correa, una biografía. Elena Vial, Paz Vial, Álvaro Góngora (Ediciones USS, Santiago, 2023)
[13] Recuerdo que se hizo presente en ese debate –lo que habla del clima que se vivía aún en el país- el argumento traído a cuenta por Alexander Solzenitzyn en su libro de aquellos años, “¿Cómo reorganizaremos nuestra Rusia”. Según éste la democracia es un medio, no tanto para regir a un país como para limitar a un gobierno, impidiéndole debilitar el desarrollo en el hombre de los valores esenciales que entrega la familia y la fe.
[14] El concepto de larga duración (en francés longue durée) proviene del historiador Fernand Braudel, y designa un tiempo histórico estable en el tiempo, diferenciándolo del tiempo histórico de la coyuntura, definido como acontecimiento de corta duración.
[15] Sobre lo que verdadera e íntimamente pensaba Jaime Guzmán en estas materias, sobre lo que quiso y tal vez hubiera podido llegar a realizar si su vida hubiese continuado, escribí un largo testimonio a pedido de nuestro común amigo, ya fallecido, Vicente Cordero, basado en la íntima amistad que nos unió de los 10 a los 18 años, cuando dejé Chile.
[16] Recojo de un fino ensayo de G.Cucci esta referencia al Dante, en la Divina Comedia, sobre el tema del perdón: “Dante sitúa el Lete, el río del olvido, en la cumbre del Purgatorio, en el Paraíso terrenal: aquí las almas, tras haber conocido y expiando sus faltas, pueden finalmente olvidarlas para acceder a la felicidad eterna del Paraíso (cfr. Infierno, XIV, 136-137; Purgatorio, XXVIII, 121 ss). Sólo el recuerdo de lo bueno permanece para ellas. En el Infierno, por el contrario, los condenados, que no han realizado esta purificación de la memoria, se ven obligados a recordar el mal que han cometido. Y a echárselo en cara por toda la eternidad.” (G.Cucci en La Civiltà Cattolica, 27.01.23)